Desde hace unas semanas, cuando toda la familia nos preparamos para cenar, una voz muy grave empieza a cantar una canción en inglés, que yo no conozco. Mi hermano y yo nos acercamos al ventanal y vemos a un indigente en el centro del jardín. Viene todas las tardes al anochecer y siempre canta la misma canción:
It’s now or never
come hold me tight
kiss me my darling
be mine tonight
tomorrow will be too late
it’s now or never
my love won’t wait
When I first saw you
with your smile so tender
my heart was captured
my soul surrendered
I spent a lifetime
waiting for the right time
now that you’re near
the time is here at last…
Hoy me he retrasado un poco, he regresado del colegio con mis dos amigas. El indigente ya ha llegado a la plaza y como todos los días canta su canción. Las tres lo escuchamos intrigadas.
A mí me gusta verle llegar e instalarse en el centro de la plaza con su guitarra y su perro, ver como coloca sus cosas sin prisas y hasta con cariño. Hoy no ha podido ser.
Vivo con mi familia en el número 4 de la plaza Conde de Miranda, muy cerca de la calle Mayor de Madrid. Es una plaza muy pequeña, con un centro ajardinado sencillo, donde destacan tres plátanos tan altos que alcanzan casi los tejados de las casas y en otoño llenan de hojas la plaza. A mí me gusta pisar las hojas, suenan como si me hablaran. Mi madre dice que es una isla de silencio en el centro de Madrid.
Me llamo Zarza. Mi padre, que es ateo y presume de ello, impuso su criterio al elegir mi nombre, no quería un nombre de una santa para su hija y se reía cuando añadía que santa y virgen no. Soy la hija menor de una familia formada por mi padre, Ingeniero de Minas que trabaja para una multinacional americana que se llama IBM. Mi madre dice, cuando le quiere enfadar, que es el mejor sitio para un detractor del capitalismo, además añade que es un rígido mental y sin ninguna preocupación social. En ese momento mi padre se sube por las paredes. Mi hermano y yo nos reímos a escondidas.
Mi madre es Trabajadora Social: por las mañanas trabaja en un Centro de Salud y las tardes las dedica al voluntariado, unas en un centro de la Cruz Roja y otras va a un piso de mujeres maltratadas. Como he dicho tengo solo un hermano, que estudia medicina.
La familia no acaba aquí, pues con nosotros vive mi abuela paterna, viuda desde hace pocos años. El último miembro de la familia es una hermana de mi abuela, que padece una enfermedad mental degenerativa. Mi abuela, con la ayuda de una asistenta peruana, la arregla todos los días y la coloca en un sillón cerca del ventanal del salón, mirando hacia la plaza. Desde que está con nosotros no la he oído pronunciar una sola palabra.
La normalidad en la familia y en los vecinos de esta plaza se ha visto alterada, hace unas semanas, por un hecho que aún hoy no tiene explicación ni sé cómo terminará.
Todo empezó cuando el verano se despedía con las primeras hojas de los plátanos cayendo lentamente sobre la plaza. Toda la familia nos preparábamos para cenar. Una voz muy grave empezó a cantar una canción en inglés, que yo no conocía. Mi hermano y yo nos acercamos al ventanal y vimos a un indigente en el centro del jardín. Llevaba un sombrero con las alas muy grandes, que no permitía ver su cara, y vestía una gabardina vieja y sucia, que le llegaba hasta los pies. Cantaba acompañándose con una guitarra vieja y desafinada, pero esto no parecía preocuparle mucho. A su lado un perro, pastor alemán, y cerca un carro de supermercado lleno de bolsas de plástico. Mi padre, que estaba viendo las noticias, comentó: “se podría ir a molestar a otro sitio, ni en este rincón olvidado de Madrid hay tranquilidad”. Mi madre desde la cocina preguntó: “¿quién es?” Mi abuela siguió montando la mesa para la cena sin decir una palabra.
Al día siguiente le vi llegar. Empujaba el carro con lentitud y su perro, muy viejo, iba pegado a él sin necesidad de una correa. Se situó en centro del pequeño jardín. Mientras el indigente se sentaba en un banco y preparaba su guitarra, su perro marcaba su terreno orinando en los troncos de los tres plátanos. Después se tumbaba al lado de su amo y este empezaba a cantar su canción. Y así, con la misma rutina, un día tras otro.
Entre los pocos vecinos que vivíamos en la plaza se empezó a comentar el caso del indigente. En la plaza solo había una pequeña tienda de ultramarinos y allí pude oír de todo: qué si no andaba bien de la cabeza, que poco dinero iba a sacar aquí que no era una zona de paso, que no buscaba dinero porque no ponía la gorra, que la plaza le producía añoranza infantil porque probablemente había vivido en ella muchos años atrás… Mis amigas y yo, llenas de romanticismo, decidimos que la plaza formaba parte de una historia de amor triste y que cantaba por un amargo desengaño amoroso. Sentíamos por el indigente un cariño que crecía con nuestras fabulaciones.
Así, ante tanta incertidumbre, varias mujeres reunidas en la tienda, llegaron a la decisión de preguntarle si necesitaba algo, pero la verdadera finalidad era puro cotilleo. La mujer del notario, que vive encima de nosotros, se prestó a hacerlo. Todas estaban muy de acuerdo en que debía hacerse de una manera muy discreta. Mi padre no pudo, ni quiso, evitar una gran carcajada cuando le conté este plan.
Pocos días después la notaria, como se la llama en el vecindario, pensó que sería mejor ir acompañada por su perrito para dar más familiaridad y quitar importancia al acercamiento; con pasos lentos se dirigió al indigente. Entrando en el jardín le saludó, pero cuando su perrito se acercó al triángulo formado por los tres plátanos, el perro del indigente se puso en pie y lanzó un ladrido tan rotundo que la notaria se dio la vuelta a toda prisa arrastrando a su perrito. Desde entonces nadie se acerca al indigente. Las carcajadas de mi padre, que vio la escena desde el balcón, sonaron con eco en la plaza
En mi casa también hacíamos todo tipo de conjeturas. Una tarde, cuando el indigente ya había empezado su canción, los comentarios se convirtieron en una discusión muy agria entre mi padre y mi abuela, dos caracteres muy fuertes. Yo pregunté por la canción, mi abuela me informó.
—Es la canción “Its now or never” una gran interpretación de Elvis Presley, el mejor cantante de la historia del rock.
Mi padre mirándome, dijo con voz grave.
—Es un destrozo de la canción napolitana “O sole mío” y además este indigente la destroza más. Cantantes de rock mejores hay muchos y más puros por ejemplo Jonny Cash.
Mi abuela se levantó y muy ofendida se acercó a mi padre:
—Tú no tienes ni idea, nadie podrá mejorar “El rock de la cárcel” ni “Zapatos azules de gamuza”.
Nunca la había visto tan ofendida. Tengo la impresión de que tenía que ver con su pasado, nunca me había hablado de este cantante y de estas canciones.
Mi abuela se dio la vuelta y se alejó de mi padre, pero de pronto se giró hacia él: “¡está claro!”. Mi abuela había nacido en Daroca y cuando quería acabar una discusión soltaba un ¡está claro! con acento maño, que no daba posibilidad al contrario de seguir discutiendo. Hacía mucho tiempo que no se lo oía decir.
Al salir de las clases, mis amigas y yo empezábamos a hablar del indigente en la puerta del colegio y terminábamos al llegar a la plaza. Entonces nos callábamos, pues teníamos la sensación de que el indigente sabía que hablábamos de él. Las tres hemos llegado a la conclusión de que el indigente y su canción forman parte de una historia de amor, pensamos que con la canción recuerda ese amor perdido. Entonces nos surgió la pregunta: ¿cómo podríamos ayudarle?, porque queríamos que tuviera un final feliz. Nos preguntamos por qué la cantaba en esta plaza y no en la Puerta del Sol. No teníamos duda, la canción iba dirigida a una mujer de la plaza y tenía relación con su pasado. ¿A qué mujer iba dirigida la canción?
Nos propusimos descubrir el amor oculto del indigente. Una amiga sugirió que la canción iba dirigida a la solterona del número 8, que siempre estaba en la ventana escuchando al indigente. La otra opinó que podía ser para la mujer del tendero, que le escuchaba con mucha atención todos los días desde la puerta de la tienda. Yo dije con rotundidad que la mujer era Susi Lampar, ex actriz porno, que vive en la plaza desde hace muchos años y siempre tuvo novios que la traían y llevaban en coches muy chulos. No tenía dudas, el indigente era un ricachón arruinado por complacer a Susi.
Así fueron pasando los días sin que se nos aclararan nuestras dudas. Una tarde, sin pensarlo mucho, caminé hacia el indigente, no puedo explicar por qué sucedió. El perro me miró, pero no se levantó. “¿Cómo se llama?” el indigente me dijo que Pipas. Como no sabía de qué hablar le pregunté por la canción. Me contestó con una voz grave y a la vez dulce que me trasmitió mucho cariño:” Es It´s now or never del mejor cantante de rock que jamás oirás y se llamaba Elvis Presley”. El indigente al observar mi gesto de duda, pensando en el comentario de mi padre, cambió el tono de su voz que se volvió dura: “¡está claro!”. Me quedé helada, vino a mi mente la imagen de mi abuela y dije en voz alta ¡NO, NO PUEDE SER! El indigente me hablaba sin parar, pero yo ya no le escuchaba, caminaba hacia mi casa con pasos cortos y no sentía las piernas. No, no puede ser, repetía hasta el portal.
El indigente ha pasado a un segundo plano. Desde entonces observo a mi abuela. Cómo no me había dado cuenta del cambio en su comportamiento, que ahora lo veo muy diferente al habitual. Constantemente me hago preguntas sobre el indigente y mi abuela: desde cuándo se conocen, sí ya era indigente cuando se conocieron, desde cuándo no se veían, sí conocía mi abuelo esta relación y sí fue un amor de juventud. Un día tras otro con preguntas y más preguntas. Pasaban los días y yo me inventaba historias que intentaban contestar a mis dudas sobre el indigente y mi abuela. Siempre con mucha compresión hacia mi abuela. Cuando ya no podía más gritaba: “también podría ser una casualidad”.
Hoy, cuando se acaba una tarde calurosa de otoño en Madrid, estoy leyendo sentada en un sillón del salón. Mi abuela en su habitación, haciendo la pequeña siesta de todos los días, que hoy dura más de lo habitual. En el salón está mi tía, mirando como siempre para la plaza.
De repente los ruidos que emite mi tía me hacen levantar la vista del libro. Me acerco a ella, que me señala muy excitada el centro de la plaza con el índice de su mano derecha, la única que mueve un poco, Miro y veo a mi abuela andar hacia la zona ajardinada. Pipas se levanta y moviendo el rabo con gran rapidez va hacia ella, mi abuela lo acaricia. Miro a mi tía. Me quedo con los brazos extendidos hacia mi abuela, como si quisiera retenerla. No sé si llorar, reír o todo a la vez. Mi abuela se dirige hacia el indigente, pero Pipas se queda atrás, sentado en el suelo con las orejas erectas, moviéndolas de manera muy rápida hacia mi abuela y hacia el indigente. Pipas está muy alterado y produce unos gruñidos que llegan hasta nosotras.
El indigente se pone de pie. Mi abuela al llegar a su lado le quita el sombrero y lo tira cerca de Pipas y poco a poco le desabrocha la gabardina. Pipas se levanta, da una vuelta sobre sí mismo con el rabo entre las patas y se vuelve a sentar, sin dejar de mirar hacia la pareja. Cuando la gabardina cae al suelo, aparece un hombre bien vestido, con ropa deportiva, con el pelo gris y una barba pequeña. Mi abuela lo mira durante un tiempo, que a mi me parece muy largo, y de repente le da un bofetón. Oigo balbucear a mi tía: “el muy sinvergüenza ha conseguido que lo perdone”. Cojo de la mano a mi tía. El indigente no se inmuta, mi abuela se pone de puntillas y le rodea el cuello con sus brazos, mientras él la abraza por la cintura. Pipas se acerca rápido y se mete entre ellos, dejando caer su cuerpo sobre las piernas de mi abuela a la vez que mueve el rabo a toda velocidad.
Un golpe de viento deja los plátanos sin hojas, que caen sobre el jardín de la plaza. Yo no intento secar las lágrimas que lentamente caen por mi cara. No dejo de mirar a la plaza y puedo ver como, andando muy despacio mi abuela y su amor oculto desaparecen de la plaza por la esquina que da al Mercado de San Miguel. Pipas los sigue muy de cerca entrecruzándose entre sus piernas. Mis lágrimas son dulces y me llenan de alegría.
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