Madre o ejecutiva

Hoy es viernes, regreso de Dubai en un vuelo directo que llega al aeropuerto de Barajas a media tarde. Arrastro, con andares cansinos y sin ninguna prisa, mi maleta camino de la parada de taxis. Me coloco al final de la enorme y única cola de pasajeros que nos disponemos a coger un taxi y puedo comprobar que avanzamos con cierta rapidez. Las personas se distribuyen con orden entre las cabeceras de las seis filas de taxis.  El aparente desorden no deja de ser rutinario y todo va como un viernes más. También mi rutina no me deja ver que, de repente, la fila de taxis más cercana a la acera no avanza. Los aspavientos que hace un taxista, gritando y girando sobre sí mismo para ser visto por sus compañeros, rompen mi rutina y lo presto atención.

—Otra vez me ha vuelto a pasar.

Lo miro y me intriga cuál puede ser su problema. Dos taxistas que tienen sus vehículos detrás del taxi del gritón, uno joven y otro veterano, se acercan a él. El joven le pregunta por su problema, pero el gritón no le deja acabar y dirigiéndose al taxista mayor.

—Vallecano, que dice este novato ¡que qué me pasa!

Al mismo tiempo que apunta con el índice de su mano izquierda hacia el primer taxi de la fila, e insiste.

—Anda, dile a este novato que qué nos pasa.

 Dando unos golpes con el índice de su mano derecha en el pecho del joven y mirándole a los ojos.

—También te pasa a ti, listo.

El taxista veterano, con un gesto de resignación y con la voz casi apagada, pronuncia un nombre que me cuesta oír.

—Juanillo, otra vez Juanillo.

Miro hacia el principio de la fila. Un taxista, que podría considerarse anciano, dirige con energía a los pasajeros a los taxis de las otras filas. Cuando alguna persona hace intención de subir a su taxi, él con toda amabilidad les dice que está reservado. Un joven, con pinta de ejecutivo agresivo, intenta entrar en su taxi, pero amablemente no se lo permite. El ejecutivo le grita que no lo entiende y el tal Juanillo le contesta, ya con menos amabilidad, que no lo entendería nunca, aunque se lo explicara y sin inmutarse sigue con su distribución de las personas de la cola a otros taxis.

Yo aún estoy muy lejos de llegar a los primeros puestos, aunque los gritos de los taxistas y de los pasajeros me llegan bien. Los tres taxistas hablan cerca de mí. El joven pregunta: “¿quién es Juanillo?”; el gritón, al que llaman Pepote, se dirige hacia al veterano que llaman Vallecano.

—Díselo tú, que eres más amigo de Juanillo que yo.

Yo me olvido de la fila. Escucho con atención y disimulo mi curiosidad jugando con las cremalleras de la maleta. Dejando pasar a otros viajeros.

El taxista Vallecano, con una voz muy cálida y sin prisas le habla al joven.

 

 

 

 

Juanillo es un andaluz de Cádiz que se vino a Madrid con la intención de hacer carrera en el teatro, su gran afición. Entendió que la mejor manera para poder acercarse a Nuria Espert, de la que era y es admirador era ser taxista. Todas las noches se iba con el taxi a la salida de los actores del teatro María Guerrero. Cuando salía Nuria Espert se acercaba a ella y le decía que su taxi estaba dispuesto para llevarla; así noche tras noche hasta que consiguió que Nuria hablara con Miguel Narros y le diera algunos papelitos como figurante.  Una noche Nuria le dijo a Juanillo.

 —-Miguel te va a dar un papel con frase.

 Esa noche Juanillo no cobró a la Espert.

  Juanillo pensó que había llegado su momento y debía aprovecharlo, así que el día del estreno nos invitó a varios amigos.

  Entre dos escenas dramáticas Miguel Narros pensó que debía dar un pequeño descanso a Nuria. Montó una escena en la que Juanillo entraba con un café y lo dejaba sobre una mesa, al mismo tiempo que decía:” Señora, su café” y después tenía que salir del escenario por donde había entrado.

  Nuria debía coger la taza y mirándola fijamente iniciar unos momentos de concentración y meditación, antes de comenzar un monólogo dramático. Juanillo entró en escena con el café, lo dejó sobre la mesa: “Señora su café” y continuó: “¿le pongo un poco de leche?”. Nuria se quedó un poco paralizada, pero salió con soltura de la morcilla, pero Juanillo no tenía suficiente y mirando al público continuó: “¿dos terrones o uno?” La cara de Nuria reflejaba su incomodidad por las preguntas fuera del texto, se oyeron unas sonrisas en el público. Miguel Narros, a gritos, mandó bajar el telón y desde nuestras butacas se le oyó: “fuera, echar a este tío fuera”, bueno también otros insultos. Ahí se acabó su carrera en el teatro.

Al poco de llegar a Madrid se enamoró hasta las cachas de Susana, una madrileña guapa, rubia y castiza, y a la semana la propuso irse a vivir con ella a su casa de la calle La Paloma. Susana, que estaba chifladita por él, le llamó golfo y luego le dio un beso. Era el primer beso que se daban. Juanillo cuenta, a todo el que se deja, la sensación que le produjo aquel beso. Después del beso Susana le puso la condición de que antes se casarían ante la virgen de La Paloma y así fue. Dos meses después se casaron.

 

 

 

 

Miro a Juanillo con cierta pena y como su historia me intriga sigo escuchando. Observo para un lado y para otro, intentando que los taxistas no se den cuenta de mi escucha. Los pasajeros que están detrás de mi en la cola me miran y me pasan delante. El taxista joven no entiende nada y yo tampoco.

—¿Por qué no se jubila para estar con su mujer?

Vallecano, que habla de Juanillo con gran cariño, se dirige al taxista joven.

—No se jubilará nunca, te contaré el porqué.

  —Un mal día un viento traicionero se llevó a Susana y desde entonces ya no es el mismo. Tiene dos hijas, la mayor vive en Orense y le ha dado tres nietas; la menor vive en Teruel y tiene dos hijas. No solo sus hijas le quieren con locura sino también sus nietas. Se lo quieren llevar a vivir con ellas, pero él no se quiere mover de Madrid.

—Que no se quiere mover de Madrid y eso ¿por qué?

Creo que debe tener una razón de mucho peso. Miro a Juanillo y me gustaría convencerle, porque me lo imagino solo, muy solo. Pepote mira a su compañero, le anima a seguir, pero Vallecano, mirando al suelo, se niega.

—No puedo, no puedo seguir.

Me agacho para abrocharme un zapato, con la intención de disimular mi escucha, miro la cara de Vallecano, que denota una gran pena. No puedo evitar una decepción por no saber el motivo. La emoción de este taxista me deja con un gran interrogante y hasta malestar en el cuerpo. Pepote dirigiéndose al taxista joven.

—Yo te lo contaré.

-—Un día nos dijo Juanillo:” Susana me está esperando en la Sacramental de San Isidro y no quiero hacerla esperar. No me moveré de Madrid. Cuando vea que ha llegado el momento de nuestro reencuentro, me iré con el taxi a las puertas de la iglesia de La Virgen de La Paloma y allí me encontraréis para llevarme con Susana”.

No puedo evitar emocionarme. Siento ternura por Juanillo, lo miro una y otra vez. La conversación se acaba con un silencio y el taxista joven mira fijamente a Juanillo sin un gesto de ternura.

Los gritos de los taxistas nos vuelven a todos a la realidad, unos intentan salirse de la fila de Juanillo y otros, los de la fila contigua, no los dejan. El taxista joven no puede aguantar más la situación y pregunta, a gritos, que dónde está el policía y Pepote le explica que cuando ve a Juanillo se larga y nos dice que el problema es nuestro.

Miro la fila de taxistas y no todos protestan. Vallecano, acercándose a la cara del joven.

—Protestan los jóvenes como tú y los que no conocen a Juanillo. Observa que hay corros de taxistas hablando tranquilamente y ¿sabes por qué? Juanillo siempre está dispuesto a ayudar a un compañero y a muchos nos ha ayudado. Muchos le comprendemos y aceptamos sus manías.

Estoy muy cerca de los taxistas para no perderme nada.

Vallecano me mira fijamente, yo me giro mirando para el interior de la terminal. Pienso que me ha descubierto escuchándolos. Oigo que dice.

—Ahora he descubierto el problema y la solución.

En el reflejo de los cristales veo a Vallecano que mira a Pepote, que me señala con el índice de su mano izquierda y con la mano derecha le indica que coja mi maleta. Siento calor en la cara. Vallecano me toca ligeramente en la espalda.

—Por favor, señorita ¿me acompaña?

Pepote coge mi maleta. No me da tiempo ni para pensar, los sigo. Cuando llegamos al taxi de Juanillo, Vallecano saluda a su amigo.

—Hola Juanillo, ¿cómo estás?

Abre la puerta del taxi y me hace un gesto con la mano, me subo al taxi. Mientras tanto Pepote coloca mi equipaje en el maletero.

 

 

 

 

Juanillo se pone al volante, despacio pone el taxi en marcha, se gira.

—Señorita, ¿adónde la llevo?

Un relámpago recorre mi cuerpo. No esperaba esta pregunta tan lógica y habitual. No soy capaz de contestarla.  Repite.

—¿Adónde la llevo?

No sé qué contestar. Juanillo me mira por el espejo retrovisor, seguro que se da cuenta de mi estado de ánimo, mi cara debe reflejar toda la lucha entre mi mente y mi corazón.

Noto que mi mente está paralizada para contestar y me sitúa en el domingo anterior.

  —“Zarza date prisa que vas a perder el avión.”

Veo que Juanillo me sigue mirando, su voz de bajo me tranquiliza un poco.

—No te preocupes, piénsalo sin prisas. Voy hacia el centro de Madrid. ¿De acuerdo?

Muevo la cabeza afirmativamente.

Ya fuera del aeropuerto me dirijo a Juanillo, con unas lágrimas a punto de desbordar mis ojos.

—No lo sé Juanillo.

Miro al infinito a través de la ventana.

—Mi compañero me trae al aeropuerto todos los domingos y ahora me está esperando en su casa.

—Bueno, pues vamos a su casa, ¿dónde vive?

Me quedo en silencio.

—¿Cómo te llamas?

—Zarza

Juanillo levanta las manos del volante imitando a Lola Flores y con voz, que quiere ser aguda, entona una canción, desconocida para mí.

—“¿Qué tiene la Zarza…mora que a todas horas llora que llora por los rincones, ella que siempre reía y presumía de que partía los corazones?”

Más que cantar interpreta la canción. Recuerdo su afición al teatro, que había oído comentar a sus compañeros. Me quedo pensativa. Repito, muy bajito, “qué tiene la Zarza…mora, que tiene la Zarza…mora”. Me siento apenada y entristecida; balbuceo: “llora que llora por los rincones”.

—¿Decías algo?

No soy capaz de contar a Juanillo el porqué de mi desolación. Me siento culpable. Antes de que me juzgue le cuento cómo es mi trabajo, como buscando atenuantes.

—Trabajo para Goldman y Sachs, un banco de inversiones. Soy responsable de su oficina en Dubai y muy concretamente de las inversiones en minería y sobre todo en los negocios del petróleo. Los domingos vuelo a mi despacho en Londres, algunas veces trabajo allí toda la semana y otras veces vuelo a las oficinas de mi empresa en Dubai el lunes por la noche. Casi todos los viernes regreso a Madrid, bien desde Londres o desde Dubai.

-—¡Qué bien Zarza!, eres una alta ejecutiva.

—Es la ilusión cumplida de mi padre, me animó a estudiar Ingeniero de Minas; él también lo es y además considera que es la ingeniería más completa. Mis estudios los hice en la Escuela Técnica Superior de Madrid. Después fui a doctorarme a la prestigiosa Escuela de Minas de París, pero para mi padre no era suficiente y, por su indicación, realicé un master en el MIT que está en Boston y allí me fichó Goldman y Sachs para su oficina en Londres. Las cosas me fueron bien y ahora tengo la responsabilidad que te he dicho en Dubai.

No puedo concretar la autopista por la que vamos, el taxi va despacio y Juanillo desconecta el taxímetro.

—No, Juanillo deja el taxímetro funcionando.

—Eso quisiera yo, pero se ha estropeado, es más viejo que yo.

-—Juanillo eres un tramposo.

El espejo retrovisor refleja su sonrisa picarona.

Al ver las luces de Madrid mi mente no puede evitar recordar que tengo que tomar una decisión.

—Zarza, tengo la sensación de que ahora tienes que tomar una decisión que afectará a tu futuro, piénsalo muy bien mientras paseamos por Madrid. ¿Te parece bien?

Me quedo pensativa, Juanillo ha adivinado mi gran duda, y respeta durante un buen rato mi silencio. Lo rompo yo.

—El domingo pasado, cuando mi compañero me llevaba al aeropuerto, me dijo: “Zarza nuestra relación se ha consolidado y ha llegado el momento de tener un hijo”. Me quedé paralizada pero aún pude soltar una carcajada: “Pero qué dices, ya estás con tus bromas”, su mirada fría y dura, me dejó muy claro que no bromeaba. “Zarza, el viernes, cuando regreses, te espero en mi casa. Cenaremos y tomaremos una decisión”.

 Seguro que está cocinando una lubina a la sal, que sabe que me gusta mucho, y decorando la mesa, como la primera vez que cené en su casa, con una elegancia exquisita.

Hago un silencio.

—Pienso que cómo he podido olvidar esta cita durante toda la semana, ni siquiera me acordaba al terminar mi trabajo diario.

—Es lógico, has estado muy atareada y muy preocupada por tu trabajo, que debe ser muy duro, absorbente y de mucha responsabilidad.

Juanillo me mira y lanza una sonrisa a la vez que continúa.

—Tiene una solución muy bonita: compartir un futuro en común y si lo hacéis tres mejor que dos.

—No Juanillo, ahora es imposible. El futuro que quiere mi pareja es incompatible con el futuro que veo venir en mi trabajo. Estoy en un momento crucial para mi carrera profesional.

Mi voz se hace grave.

—No y no, en estos momentos no lo quiero ni pensar.

Se hace un silencio en el taxi. Adivino lo que piensa Juanillo, y me hago a mi misma su posible pregunta: ¿Hace dos años hubiera sido un buen momento o quizás dentro de dos años será un buen momento? No me atrevo a contestarme.

—Bueno, quizás sea un buen momento cuando seas presidente de esa empresa con ese nombre tan difícil.

—Eso es imposible porque no soy judía y además soy mujer.

—¡Huy!, que empresa más rara. ¿Cuál es tu meta profesional?

—No lo sé Juanillo, pero me satisface mucho mi trabajo y no quiero dejarlo. La competencia es grande y si lo abandonas una temporada, por pequeña que sea, ya puedes darte por desplazada. El ir subiendo en responsabilidades es una satisfacción que me llena de orgullo.

—E insustituible por otra responsabilidad, quizás más humana. ¿No?

Me quedo pensando unos instantes, me pregunto: “¿más humana?” nunca había pensado que hubiera otra responsabilidad más humana que el trabajo. Con una voz casi inaudible miro a los ojos de Juanillo a través del espejo retrovisor.

—Sí, por ahora sí.

Estamos bajando por la calle José Abascal, ya cerca de la Castellana.

—Juanillo para un momento, en ese portal tengo mi piso.

Me doy cuenta de que ha iniciado la parada, pero no la llega a hacer completa y continúa la marcha.

—No has querido parar.

Me mira por el espejo retrovisor.

—No te he oído.

Le miro con una sonrisa compresiva.

—No seas mentiroso.

Al final de mi calle gira a la derecha y baja por el Paseo de la Castellana. Miro por la ventanilla y veo un Madrid que de tanto verlo me resulta desconocido. Nunca me había fijado en la belleza de algunos de sus edificios. Juanillo rompe el silencio.

—¿Verdaderamente estás enamorada de tu compañero?

La pregunta de Juanillo, tan directa, me desconcierta. Siempre había pensado que estaba muy enamorada de mi compañero. Le veo muy atento como esperando una contestación.

—Mi compañero se llama Ramiro, nombre frecuente en la provincia de León. Sus padres y mis padres son de un pequeño pueblo, cercano a la capital, que se llama Villafeliz de la Sobarriba. Está situado entre dos pequeñas colinas y separando dos pequeños valles que recorre un rio que ni siquiera lleva este nombre le llaman reguero. allí todo es pequeño. Muchas de sus casas son de adobe. Sus padres emigraron a Bilbao, su padre trabajó en una empresa siderúrgica. Mis padres se vinieron a estudiar a Madrid, aquí encontraron trabajo, se casaron y se quedaron. Ramiro y yo nos conocemos desde nuestra infancia, nos veíamos todos los veranos en el pueblo. Formábamos un grupo de adolescentes, hijos de padres emigrados a otras zonas de España.

  Un verano, todos subíamos por una cuesta en la colina sur, a las afueras del pueblo, a una planicie que se llama El Alto de la Cruz. Ramiro charlaba y bromeaba con varias chicas y a mi no me hacia ni caso. De repente, y aún hoy no encuentro explicación, le di un bofetón en toda la cara y salí corriendo cuesta abajo.

—Te molestó que no te hiciera caso cuando a ti te gustaba.

—Sí, lo reconozco, te sigo contando.

Se quedó paralizado. Oía decir a mis amigos: ”Se ha vuelto loca”, “ hay amores que matan”, “como no le hagas caso te apuñala” y frases  similares. Todos habían descubierto mis sentimientos por Ramiro y me sentía como desnuda.

—Desde entonces estoy enamorada de él.

  Nuestra amistad fue creciendo poco a poco en los siguientes veranos, pero durante el resto del año él no mostraba mucho interés por mi. Ramiro vivía en Bilbao y yo en Madrid, pero yo no necesitaba motivos para acordarme de él con frecuencia. Mi madre, que conocía la historia y mis sentimientos, me consolaba y siempre acababa diciéndome que en el próximo verano todo cambiaría.

  Los hechos no fueron así; por motivo de mis estudios se iniciaron unos veranos en los que estaba más fuera de España que aquí. Mis estancias en el pueblo eran muy cortas, las justas para ver a los abuelos. Ramiro y yo no coincidíamos, pero mis sentimientos no habían desaparecido. Los tenía adormecidos, pero al llegar al pueblo brotaban como un volcán. Pero no coincidíamos y me apenaba.

 

 

 

 

Pienso si lo contado a Juanillo también ha servido para confirmarme en mis sentimientos. No tengo duda.

Juanillo me escucha muy atento; al llegar a un barrio que desconozco empieza a callejear y de pronto para enfrente de una iglesia.

—En esta iglesia nos casamos Susana y yo, han pasado muchos años, pero mi amor por ella es inalterable, los amores verdaderos no van y vienen, se quedan para siempre.

Se vuelve hacia mi con un gesto de tristeza, que intenta suavizar con una ligera sonrisa. No espera ningún comentario por mi parte. Arranca el taxi.

—¿Dónde vive Ramiro?

—En la Plaza de Santa Ana, en el primer piso del portal número 44.

Voy en el taxi mirando por la ventana y no reconozco las calles, ni los edificios, ni las fuentes, me siento como hipnotizada y noto un cosquilleo en el estómago. Apoyo mi espalda sobre el respaldo del asiento y viene a mi mente una conversación que hace tiempo tuve con mi madre, mientras la ayudaba en la cocina. Ella la empezó:

  —¿Sabes que Ramiro se ha trasladado de Bilbao a Madrid?

  —¿Y por qué lo voy a saber?

  —Hizo la carrera de Bellas Artes y trabaja en el mundo de la cultura. Se dice que salió de Bilbao por culpa de una mujer, tiene mucho éxito con las chicas. No me extraña porque es muy guapo. Ahora creo que vive solo y no está comprometido.

  —Mamá, ¿por qué me cuentas todo esto?

  —Porque aún sigues enamorada de Ramiro. Sí, has salido con muchos chicos, pero todos te duran unas pocas semanas.

  —Con mi trabajo es difícil mantener una relación duradera.

  —¿Seguro?, inténtalo con Ramiro. Yo tengo su número de teléfono.

  —Mamá, ¿desde cuándo te has convertido en celestina?

  —Desde que quiero lo mejor para mi hija: que sea feliz.

  Mi madre hizo un silencio y lo rompió con una voz que a mi me pareció muy agresiva.

 —Quizás no se acuerde de ti.

—¡Cómo! Claro que se acuerda de mi.

 —-Bueno, no grites. Entonces, si fuera así te habría llamado. Lo que si sé es que tú te acuerdas de él, a mi no me engañas. Todos los sábados me preguntas por vuestros amigos comunes del pueblo o por su hermana. Tú no le has olvidado y lo demuestras porque no te atreves a preguntar por él.

Mi madre hizo otro silencio para sacar del horno una bandeja, después me miró.

  —Es muy probable que él se haya olvidado a ti.

 Mi madre me estaba enfadando, me fui hacia el salón, pero me volví y la miré fijamente a los ojos. La grité.

  —No creo que se haya olvidado del bofetón que le di… se lo tenía que haber dado más fuerte.

  —Aún estás a tiempo. Llámale.

  —Yo no voy a llamarle.

  —Bien, no le llames. Así te libras de que te dé calabazas.

  Me fui al salón, mi padre con su gesto me quería decir que qué pasaba, no le dejé hablar. Mi genio lo pagó mi padre; le grité.

  -No, no me pasa nada.

Ahora aquella conversación la siento muy próxima.

Juanillo respeta mi silencio, le veo mirarme por el espejo retrovisor. El taxi sube por la calle Atocha. Sé que estamos muy cerca de la Plaza de Santa Ana, un hormigueo me recorre el cuerpo.

— Por favor, Juanillo ¿puedes parar?

—Claro Zarza.

Cuando el taxi se ha parado Juanillo se da la vuelta, me mira y me doy cuenta de que mi estado de nerviosismo le asusta. Gesticula con las manos, interpretando a un abuelo generoso, de manera que me hace sentir como abrazada por él.

—Zarza, desde cuando estáis juntos.

Siento que intenta que reflexione y me tranquilice dándome conversación.

—Juanillo, hace tres años y recuerdo muy bien nuestro reencuentro.

Regresaba a Madrid como un viernes más. Había tenido una semana muy dura, tuve que viajar a Abu Dhabi y luego a Doha y acabar la semana en mi oficina de Dubai, poco antes de salir para el aeropuerto. En el avión, por mi cansancio, no podía trabajar e incluso no conseguía dormir. En el asiento contiguo venia un español leyendo un periódico nacional; miré con disímulo al periódico y leí algo, sin enterarme mucho, de una exposición de fotografía abstracta, creo que se llamaba Armonía, de un joven y prometedor fotógrafo: Elvis Zoom. Más abajo se decía que el prestigioso comisario de la exposición, Ramiro Fernández Alonso, había montado la exposición con… No pude seguir leyendo.

—Seguro que se te olvidó el cansancio.

—Por supuesto, me sentía llena de energía, te contaré lo que hice:

 Cogí mi iPad, busqué la edición digital del periódico, leí, ahora, con detenimiento toda la crónica y pude comprobar que la inauguración para el público era hoy, sí hoy. No tuve ni que pensarlo. Salí la primera del avión, corrí por la terminal, me colé y cogí el primer taxi de la fila. Los gritos de lo otros pasajeros los contesté con un gesto feo sacando mi mano por la ventanilla del taxi. Ya en mi casa me duché, me maquillé con mis pinturas y cremas favoritas. Me vestí con jersey negro de cuello cisne y ajustadito, me puse una minifalda negra, unas botas negras altas, también con unos buenos tacones y un abrigo negro que me llegaba hasta los tobillos.

—Zarza, te habías vestido con tus mejores armas para una caza mayor.

—Calla, calla. Te sigo contando, si no te aburres.

—Ahora no me lo pierdo.

Me mira con una cara que interpreto como de compinche.

  Al entrar en la galería vi a Ramiro al fondo, comentando a unas chicas una de las fotos, como siempre ligando, tenía a una de ellas cogida del brazo. Me abrí el abrigo del todo y fui hacia él marcando los pasos con un fuerte taconeo que resonaba en la sala, al mismo tiempo que hacia salir mis largas piernas por la abertura del abrigo.

—Vista la presa, a por ella con todo.

  Me acerqué a él, tiré del brazo de la chica y dejé libre la mano de Ramiro que yo agarré, y me lo llevé sin una disculpa a las chicas, a otro rincón de la galería.

 

 

 

 

—Juanillo, para que te voy a contar más. Desde aquel momento todo fue maravilloso para mi. ¿Por qué lo quiere estropear ahora?

Observo que el taxi se pone en marcha, sube por la calle Atocha gira en la calle León y para en el número 44 de la plaza de Santa Ana. Juanillo mira al primer piso.

—Es ese, ¿verdad?

—Sí Juanillo. Como ves, Ramiro está preparando la mesa, abre una botella de vino que coloca con mimo en la mesa, al lado de un pequeño jarrón con tres rosas, baja la intensidad de la luz y se acerca al ventanal.

—¿Por qué sollozas?

—Sollozo y grito: ¿Por qué me haces esto? Ramiro ahora no. No y no, no puedo tener un hijo.

—Zarza, quizás debas cambiar tu orden de prioridades. Los momentos son casi únicos y el de ahora puede no repetirse. Sube, le explicas tus razones y él lo entenderá.  No tengas miedo.

—Sí tengo miedo. Tú no lo conoces, tiene un poder de seducción tan fuerte que siempre me convence y acabo haciendo lo que él quiere. Sabe mis puntos débiles. Subir supone el final de mi carrera profesional.

Miro al ventanal. Veo a Ramiro con su teléfono móvil en la mano al mismo tiempo que suena el mío. En el silencio del taxi el sonido del teléfono me deja paralizada, no soy capaz de apagarlo, espero a que Ramio corte la llamada, se me hace interminable la espera. No me atrevo a mirar al ventanal. Cuando deja de sonar miro a Juanillo:

—Vámonos. Por favor, llévame a casa.

Se hace el remolón, el taxi no se pone en marcha. Después de un rato en el que yo guardo un silencio total.

—¿Dijiste José Abascal…?

—Sí, pero llévame a casa de mis padres, plaza del Conde de Miranda número 4. Por favor.

Todo el trayecto lo hacemos en silencio. Cuando Juanillo para el taxi en el portal de mis padres, nos bajamos y me abrazo a él. Intento pagarle, pero es imposible, no acepta.

Nos cuesta separarnos, me coge de la mano. Con su voz rota le cuesta decirme:

—Zarza, nos veremos más de un viernes en el aeropuerto.

Yo le acaricio la cara con la emoción de separarme de un hombre que sabe escuchar a las mujeres. Que me ha escuchado cuando más lo necesitaba.

—Preguntaré por ti, Juanillo.

 

 

 

Toco el telefonillo del portal y me doy la vuelta para ver a Juanillo marcharse. La voz de mi madre, aunque esperada, me asusta. Siento como si mi espíritu se fuera dentro del taxi.

Mi madre me espera en la puerta del piso. No pregunta por qué voy el viernes, si siempre voy los sábados a comer. Siento que su mirada intenta arroparme.

—¿Quieres cenar con nosotros?

No espera contestación. Ella sabe que hoy no quiero cenar con ellos.

—Te llevaré un vaso de leche a tu habitación.

Mi habitación es la que tenía mi abuela, mi madre me permitió cambiarme. Quería que el espíritu de mi abuela me acompañara en mis sueños.  Desde la puerta oigo discutir a mis padres.

—La culpa es tuya, la niña tenía que ser ingeniero como tú, luego un doctorado y naturalmente un master y así has conseguido una alta ejecutiva y una mujer infeliz.

—Eso tu no lo sabes, ¿le has preguntado si es feliz?  Yo si la veo feliz.

—No necesito preguntárselo, con verla sé lo que le pasa.

—Y qué le pasa.

—Ha roto con Ramiro, su amor desde niña.

Cierro la puerta de la habitación dando un portazo.

Me tiro sobre la cama, me doy la vuelta y miro al techo, intento que mi mente se quede en blanco. No es posible. Rápidamente viene a mi mente la imagen de mi abuela mirando por el ventanal, un día tras otro, a un indigente que cantaba una canción en el centro de la plaza.  Me acerco al ventanal desde donde se ve toda la plaza. Recuerdo como vi a mi abuela dejándonos por un amor que nos ocultó hasta ese día y revivo aquellos momentos:

  “Un golpe de viento deja los plátanos sin hojas, que caen sobre el jardín de la plaza. Yo no intento secar las lágrimas que lentamente caen por mi cara. No dejo de mirar la plaza y puedo ver como andando muy despacio, mi abuela y su amor oculto desaparecen de la plaza por la esquina que da al Mercado de San Miguel. Pipas, el perro del indigente, los sigue muy de cerca.

Mis lágrimas son dulces.” (*)

Ahora no lloro como aquel día: lloraba de alegría por mi abuela.  Ahora lloro por mí, mis lagrimas son amargas. Siento una gran admiración por la valentía de mi abuela, valentía que yo no tengo.

Me vuelvo a tirar sobre la cama y me pregunto si Ramiro vendrá algún día a buscarme disfrazado de indigente.

 

 

(*) Relato: EL HOMBRE QUE CANTABA COMO ELVIS.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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