El hombre que se suicido por unos tacones altos

ELÍAS LLAMAZARES DE LA PUENTE                             R4

 

EL HOMBRE QUE SE SUICIDÓ POR CULPA DE UNOS TACONES ALTOS, MUY ALTOS

 

    Camino por el final de la calle Arturo Soria, llueve a cantaros; es un día de noviembre, además, frío y ventoso. Regreso de la plaza Tirso de Molina, donde aún me quedan amigos de mi ocupación anterior como trilero. La artrosis de mis manos me ha retirado de una actividad que me gusta: engañar a los listos.

Ahora me llaman para enseñar el arte de los cubiletes a los jóvenes y como complemento de las clases, yo les llevo mi especialidad culinaria: gachas manchegas. Si no llevo gachas, mis amigos se encabronan conmigo. Hago honor a mi tierra.

Recuerdo a mi abuela en Alcázar de San Juan guisándolas para la familia y yo pegado a ella en la cocina.

—Ernestito cátalas, ya sabes que a mí no me gusta probar los guisos.

Así siempre caía alguna cucharada en mi boca antes de que llegaran a la mesa.

Veo ya el edificio alto donde está la portería que regento desde hace pocos años, cuando me retiré de trilero. Me sorprende cruzarme con Fito.

-—¡Fito! Te estás empapando, ¿dónde vas con lo que está lloviendo? Ven aquí, métete bajo mi paraguas. ¿No sería mejor que en vez de ese bastón llevaras un paraguas?

—Erneeesto, voooy a la faarmaaacia de Jaaandra y Conchaaa.

—Ah, ya sé, el bastón lo llevas para defenderlas.

—Sííí, desde que las atracarooon el año pasado veeengo todas los díaas cuando van a cerrar. Son muuuy cariñosas cooonmigo y yo las quieeero defendeeer.

—Fito, ayer me encontré un papel en la acera con una poesía tuya que me gustó mucho. Terminaba así:

“busqué tu sonrisa por el parque

busqué tus “te quiero” en nuestro banco

busqué tus besos debajo de nuestro pino

busqué tus caricias en nuestro rincón”

Hago un silencio y Fito termina:

—“y no encontré nada de ti,

porque ya te habías alejado de mí.”

Le paso el brazo por el hombro y le acerco a mí para evitar que se moje más. Así andamos un tramo de la calle y al llegar a la altura de la farmacia oímos un ruido grave, como si fuera la caída de un objeto grande sobre la acera y después gritos. Nos miramos y corremos hacia mi edificio. Enfrente del portal un grupo de personas en círculo miran hacia el suelo. Un hombre yace en la acera, la lluvia diluye la sangre que empieza a salir por debajo de su cuerpo.

Algunos comentan: ¿por qué se habrá suicidado? Otros: era un hombre amable, yo lo conocía, “yo lo vi ayer paseando al perro de su mujer…”

Ellos mismos se contestan con los motivos más vulgares y tópicos.

No necesito mirarlo mucho, sé quien es. Busco con la mirada a Fito, le veo sentado en el bordillo, pensativo, con la cabeza entre las piernas y sin levantar la mirada del suelo. También sabe quien es. La lluvia le empapa sin piedad.

 

 

 

Hoy ha sido un día agotador en la farmacia, estoy sola porque mi socia y amiga Jandra no ha podido venir, deseo que llegue la hora de cerrar. Veo que entran dos clientas habituales.

—Hola Concha, me das…

—Cómo no, el laxante que anuncian en la tele, cual de ellos quieres hoy.

—Si, por favor, el de la chica rubia.

—Concha, no he visto a Fito en la puerta. ¡Que raro que falte a estas horas!  ¿Le habrá pasado algo? Será por la lluvia.

—No, cuando llueve se pone debajo del alero.

—¿Tú sabes la historia de Fito?

—Si, un día vino su madre a la farmacia y nos contó la triste historia de Adolfo, como le llama su padre, o Fito, como le llama su madre. Y esto fue lo que nos contó.

Fito es el séptimo y último de nuestros hijos, ya éramos mayores, pero Dios nos quiso dar una última alegría con el nacimiento de Fito. Según fue cumpliendo años le empezamos a notar ciertos gestos homosexuales.

Mi marido, que tenía y tiene un importante cargo en la administración, puesto por su partido político, no podía consentir que Fito le estropeara su imagen y con ello su carrera política. Tenía que buscar una solución a su problema.

Habló con su confesor: “no te preocupes, tiene solución, es una enfermedad psicológica. Lo mandamos a una clínica en Navarra y en unos meses todo solucionado.”

Meses después volvió de Navarra. El tratamiento salvaje que le hicieron no solo no le curó la homosexualidad, sino que, como habéis podido comprobar, me lo dejaron con daños mentales. Ahora su padre lo oculta aquí, en la residencia que hay tres calles más arriba.

He venido para daros las gracias por el trato tan cariñoso que tenéis con él. Fito me habla siempre muy bien de sus amigas Jandra y Concha.

Mis clientas se miran y me miran con un gesto de rabia y compasión. Se crea un silencio que me parece eterno.

—Concha, veo que tenéis algunas de sus poesías sobre el mostrador.

—Si, es cosa de Jandra. Se emociona con ellas y las guarda.

—Siempre son muy tristes, de amores perdidos.

—A Jandra y a mi nos gusta como escribe y sobre todo nos encanta como las da a conocer. Solo ocupan una hoja, de la que hace muchas copias. Después, hace aviones con las copias y luego las tira desde la azotea del edificio que está dos portales más arriba y que hace esquina al parque y a la calle, la portera le deja subir a la azotea del edificio. Llena el parque y la calle de aviones poéticos. Lo curioso es que la barrendera recoge papeles y hojas, pero los aviones de papel con sus poesías no los barre. Van desapareciendo poco a poco porque ya hay mucha gente, sobre todo mujeres, que se las llevan.

Después de repetir los comentarios penosos sobre Fito, las clientas se van.

Poco después de que se hayan marchado las clientas, veo a Fito en la puerta, no se atreve a entrar. Le hago gestos para que pase, su mirada se fija en mi, está totalmente empapado. Le abro la puerta y veo que en su cara no solo hay gotas de lluvia, también unos lagrimones caen por sus mejillas.

—¿Qué te pasa Fito?

—Concha, el maaaarido de Jaandraaa, se ha tiraaaado desdee la terraaaza de su caaaaasa.

—¡Qué dices!

Cojo a Fito de la mano y nos vamos rápidos hacia un grupo de personas, que están justamente en la entrada de la casa donde vivimos, Jandra en el piso 14º y yo en el piso 5º. Solo dos edificios más abajo de la farmacia.

 

 

 

Fito me señala el interior del grupo y se retira. Me abro paso entre la gente. Ernesto tapa el cuerpo con una sábana que pronto se mancha de sangre. Sale por debajo de la sábana una mano que aprieta fuertemente un zapato con un tacón alto, muy alto. Veo un poco más allá el otro zapato con tacón alto, muy alto, al que le llega un reguero de sangre y agua.

Yo conozco muy bien esos zapatos.  Miro para los balcones de los pisos altos buscando los ojos de la dueña de los zapatos, pero su terraza está vacía. Veo a muchos vecinos mirando.

Me estoy fijando en el cuerpo totalmente modelado por la sábana empapada por la lluvia, cuando de un coche de la policía se bajan dos personas.

Uno, bajito y con una gordura visible, lleva la chaqueta sin abrochar se lo impide su voluminoso estómago; claramente es el jefe. El otro policía es alto y me llaman la atención sus piernas huesudas, que sus ajustados pantalones vaqueros permiten adivinar; es el ayudante.  Tapa al jefe con un gran paraguas.

Oigo, detrás de mi la voz de Ernesto, el portero.

—¡Anda!, El Isbert y El Gwendolyne, pero ¿cómo están por aquí si pertenecen a la comisaría del Distrito Centro?

Miro con extrañeza a Ernesto, conoce a los policías.

—¿De qué los conoces?

—Son manchegos como yo, El Isbert es de Campo de Criptana y El Gwendolyne es de Tomelloso.

Observo en el gesto nervioso de Ernesto que no me está contando toda la verdad.

—Dejémosles trabajar. Doña Concha, se está usted mojando. La invito a un café en la portería.

Ernesto me coge del brazo y me lleva hacia la portería. Claramente Ernesto no quiere que lo vean los policías.

—No puedo, quiero subir a ver como se encuentra Jandra.

—Son ustedes muy amigas.

—Sí, como hermanas, nos conocemos desde el colegio.

Cuando estamos entrando en el portal una voz ronca me llama la atención.

—Gachas, quiero hablar contigo.

Ernesto se da media vuelta, su cara refleja un cierto disgusto.

—Isbert, estoy en la portería, cuando usted quiera.

—Espérame unos minutos y voy a la portería.

Ernesto resignado y contrariado, repite.

—Cuando usted quiera.

No es difícil entender porque le llaman El Isbert, su voz es idéntica a la del inolvidable actor.

—Ernesto, ¿por qué le has llamado al otro policía El Gwendolyne?

—¡Ah!, porque siempre está canturreando esa canción de Julio Iglesias.

—¿Cómo sabes esos motes? y ¿por qué le ha llamado a usted Gachas?

—Esa es una historia larga que le contaré otro día.

Pienso si Ernesto tiene algo que ver en la muerte del marido de Jandra, le veo muy excitado y sobre todo desde que los dos policías llegaron.

 

 

 

Subo hasta el piso 14. Jandra me abre la puerta de su casa. Está acompañada por su hija y su nieta Conchi. Me estaba esperando. Nos abrazamos, pero ninguna de las dos soltamos una lágrima. Nos vamos solas al dormitorio.

—¿Cómo te encuentras?

—Mejor de lo que suponía.

—¿Cómo ha sucedido?

Dejo que Jandra se acerque a la cómoda donde hay fotos de su marido y suyas. Las coge y las mira con aparente cariño, pasa la mano sobre la cara de su marido. Me quiere confundir, pero a mí no me engaña.

—¿Estabas presente cuando se tiró por la terraza?

—Sí, acababa de regresar del centro de Madrid. Entré en el dormitorio y me estaba esperando, empecé a quitarme los zapatos cuando bruscamente me los quitó de la mano y me dijo, a gritos, que no me los volvería a poner. Se fue a la terraza y ya sabes lo que pasó.

Jandra me mira, mueve las manos para apoyar su tesis.

—No pudo aguantar los celos, Concha, tú lo sabes.

Me acerco a mi amiga sin prisas sabiendo que no le va a gustar lo que le voy a decir.

—Sí, y tú los potencias con tu coquetería infinita, eres capaz de coquetear hasta con las estatuas de los Reyes Godos en la Plaza de Oriente. ¡Cómo no iba a estar celoso! Solo hay un hombre al que no conseguiste poner celoso y tú sabes quién es.

Veo como mi amiga se aleja de mí, ya cerca de la terraza se gira y grita.

—Ese no es el motivo y sí su remordimiento por la traición a su mejor amigo. Los zapatos eran para él la imagen de su amigo porque sabía que él me los regaló. Sobre todo, no soportaba cualquier motivo que le recordara a él.

—Jandra, estoy harta de tanto él. Lo mencionaré por su nombre.

—Ni hablar, sabes que para mí no existe, no quiero oír su nombre.

—Serás mentirosa, si solo tiene que llamarte para que salgas corriendo. Además, los zapatos te los comprarte tú.

—Bueno, solo utilizaremos la inicial de su nombre: B.

Doy unos pasos por la habitación.  Rompo un silencio que desespera a Jandra mirándola fijamente.  Con toda intención le lanzo una pregunta, con una voz rotunda.

—Jandra, ¿venías de verte con B? Solo te los pones cuando os veis. ¿O no te los pones todos los veranos, cuando el trae a su familia para conocer España?

Se vuelve hacia mí.

–¿Por qué me dices eso? No me he visto con nadie, he salido de compras. Además, no lo puedo ver porque vive en Ciudad del Cabo muy lejos de Madrid.

No la dejo acabar.

—No te he preguntado si te has visto con alguien, te he preguntado si te has visto con B. No me mientas, hay en Madrid un Congreso de Medicina sobre la Malaria y seguro que ha venido y esta vez te ha llamado.

Me mira, respira fuerte y grita.

—Que quieres decir, me llama siempre.

—No te llama siempre que viene.

—No te creo, me estás enfadando.

—El hospital La Paz tiene firmado un acuerdo científico de colaboración con un hospital de Ciudad del Cabo, para buscar vacunas contra el Ébole.

—Sí eso ya lo sabía.

—Periódicamente los médicos de aquí van para Sudáfrica y los de allí vienen aquí.

—No me estás contando nada que yo no sepa.

—Pero lo que no sabes es que siempre que viene se ve con Quique, que tu conoces, y pregunta por todos los amigos. Echa mucho de menos a su pandilla. Quique me lo dice a mí con promesa de que yo no te diré nada. Cuando te quiere ver te llama, si no te quiere ver no te llama.

—Será porque no puede.

—Será. Es duro para ti, ¿te conformarás?

 

 

 

No me contesta. Aprovecha que suena el timbre de la puerta de la casa para ir corriendo a abrir.  No deja que su nieta abra. Claramente no quiere seguir la conversación.

En la puerta están Isbert y Gwendolyne.

—¿Es usted la mujer del difunto? Somos los policías encargados de la investigación, pertenecemos, ahora provisionalmente, a la Comisaría de Chamartín. ¿Nos permite hacerle unas preguntas rutinarias y ver la terraza?

Jandra me mira con cara de extrañeza al mismo tiempo que dice que sí al policía.

Me quiero ir, pero Jandra me pide que me quede.

—Señor, me gustaría que mi amiga me acompañara.

—No hay problema, conozco su estrecha y larga amistad.

El Gwendolyne se dirige hacia la terraza y les llama la atención como camina, lo hace en zig-zag y no en línea recta, parece que sus piernas van cada una a su aire. Ya en la terraza se le oye canturrear su canción.

—Señora, ¿cómo ha podido suceder este hecho? ¿qué ha visto usted?

Mientras tanto Jandra contesta a Isbert.

—No, yo no he visto nada. Acababa de venir de la calle. No me encontraba en el dormitorio, había pasado directamente a nuestro cuarto de baño, pues me encontraba muy cansada y me di un baño de sales en el jacuzzi. Tardé en salir. Oía, con dificultad, hablar a mi marido, parecía muy enfadado y gritaba, pensé que hablaba por teléfono con sus socios. Al salir del cuarto de baño me llamó la atención los gritos que venían de la calle y me extrañó que mi marido no estuviera en el dormitorio. Supuse que estaría en otro lugar de la casa. Salí a la terraza y miré al gentío, rodeaban a un hombre tumbado en el suelo, pronto me di cuenta de que era mi marido. Estaba sola en casa y no me atreví a bajar. Llamé a mi hija. No puedo decirle más.

—¿Oyó algún ruido, como si alguien entrara y discutiera con su marido y no precisamente por teléfono?

—¿No entiendo por qué me hace esta pregunta?

—¿Oyó a su marido gritar antes de caer al vacío?

—No señor policía, pero pudiera ser que alguien entrara. El ruido del agua y mi cansancio quizás no me permitieron oír el timbre de la puerta de casa.

—Me han informado de que ustedes han vivido muchos años en Colombia y que incluso tienen negocios allí.

—Sí, mi marido fue destinado a Colombia por su empresa. Estuvimos 6 años. A mi marido le gustaba hacer negocios, por eso montó, con unos amigos colombianos, una pequeña plantación de café, que aún tenemos.

Isbert mira, con gesto de complicidad a Gwendolyne y este la pregunta.

—¿De café, café?

Veo a Jandra indignada, mira al policía directamente a los ojos.

—Sí de café, café, ¿qué insinúa usted?

—¿Dónde exactamente?

—En un pueblecito llamado San José de Ocuné, donde no se cultiva coca.

Isbert continúa con el interrogatorio.

—¡Ya! ¿Su marido viajaba con frecuencia a Colombia?

Isbert continúa con el interrogatorio.

—Sí, no quería que el negocio lo llevaran solo nuestros amigos colombianos, le gustaba estar encima de los trabajos.

—¿No se fiaba de ellos?

—Sí se fiaba, pero era su manera de ser.

—¿Sus socios también venían a Madrid con frecuencia?

—La relación es muy buena y les invitamos muchas veces. Por cierto, estuvieron aquí hace pocos días. Sí, recuerdo ahora que mi marido tuvo una discusión muy fuerte con sus dos socios. Se encontraban en su despacho, pero las mujeres los oíamos desde el salón.

Gwendolyne que no ha dejado de moverse por el dormitorio, interviene.

—¿Los negocios van bien o los colombianos han venido para ajustar cuentas con su marido?

—No lo sé, no me preocupaba por los negocios de mi marido.

Gwendolyne va al grano.

—Señora, no rechazaremos la posibilidad de que los colombianos lo tiraran por la terraza mientras usted estaba en la bañera.

—No lo había pensado, pero estoy convencida de que no.

El Isbert enseña a Jandra sus zapatos.

—¿Estos zapatos son suyos?

—Sí, son míos.

Jandra se sorprende y se excita con la pregunta.

—Señora, hay dos posibilidades. Que su marido se suicidara, lo que en principio parece lo lógico o que lo empujaran. Usted nos tiene que aclarar si hay algún motivo para que tomara la decisión de suicidarse, o para que alguien lo empujara.

—Poco les puedo decir, todo le iba bien. Nunca me dijo que tuviera problemas fuera de los normales.

—¿Qué quiere decir usted por problemas normales? ¿Los problemas con sus socios colombianos eran normales para su marido? ¿Está usted segura de que no había algún asunto de drogas?

—Nunca me comentó que las dificultades surgidas últimamente fueran graves, pero yo le he visto muy nervioso los últimos días.

—Señora no ha contestado a mi pregunta.

—No, porque no tiene base, es una elucubración de usted.

—Eso ya lo veremos cuando hablemos con el Departamento Antidrogas.

—Me gustaría conocer esa información.

—Vamos a otro tema. Tenemos que investigar por qué salto con estos zapatos Tenía uno de los zapatos fuertemente agarrado con su mano derecha. ¿Tiene algo que ver con los colombianos? ¿Se lo regalaron los colombianos?

Gwendolyne con la mirada pide permiso a su jefe para peguntar.

—¿No le parece a usted raro que un señor se suicide con unos zapatos en la mano?  ¿qué explicación tiene usted? Estamos convencidos de que el suicidio está relacionado con sus zapatos.

Yo estoy preocupada por mi amiga Jandra, conozco la procedencia de los zapatos y la policía empieza a relacionarlos con el suicidio, si fue un suicidio, aunque empiezo a tener dudas. Me acerco a Jandra, la noto muy firme y segura.

El Isbert, se pasea por el dormitorio con aires de policía curtido en muchos casos.  Levanta el brazo haciendo girar su mano sobre su cabeza, como dando salida a sus pensamientos. Gira alrededor de Jandra y de repente se para frente a ella, pero dándole la espalda.

—¿Usted cree que su marido se ha suicidado?

Isbert mira la cara de Jandra reflejada en el espejo de la cómoda, esperando su contestación. Jandra hace un largo silencio, no es capaz de contestar. El policía no insiste, ya ha sacado sus conclusiones viendo la cara de la mujer del muerto reflejada en el espejo. Continúa su entrevista.

—La otra posibilidad es que alguien lo empujara, quizás unos sicarios de sus socios. Nuestras pesquisas no descartan esta línea de trabajo. Pensamos que podría ser que solo lo quisieran asustar tirando sus zapatos como aviso de que la próxima en caer por la terraza sería usted. Probablemente su marido lo intentó impedir quitándoles los zapatos, pero la discusión se debió complicar y su marido acabó cayendo con los zapatos.

La voz de Gwendolyne es cariñosa.

—Tenga cuidado, la próxima en caer podría ser usted.

—Su razonamiento me parece verosímil, pero me cuesta creerlo. No sé quién podría tener interés en asustarnos a mi marido y a mí.

—¿Conoce usted a fondo los negocios de su marido?

Gwendolyne no espera contestación, sigue husmeando por el dormitorio dando vueltas alrededor de Jandra, técnica que usa en los interrogatorios y descontrola al interrogado.

—Nosotros suponemos que sí y por eso la amenazan. Si no conoce sus negocios investigue en Colombia.

Jandra se sienta en la cama y tapa su cara con las manos. Me siento a su lado.

–Señora, gracias por su información. Permítame darle mi más sentido pésame. Nos volveremos a ver.

Jandra levanta la cara y mira fijamente al Isbert:

—Por favor señor, ¿puede darme mis zapatos? No me gustaría perderlos, son un regalo de mi marido.

Miro fijamente a Jandra, sé que miente. No se atreve a devolverme la mirada.

—No, por ahora no.

—¿Y para qué los quiere usted? Los van a perder, yo los tendré aquí para cuando los necesiten.

Jandra se pone delante de los policías con la intención de quitárselos.

Los policías se van con los zapatos y sin contestar a Jandra. Gwuendolyne se vuelve:
—Señora queda mucho por investigar, pero todo nos indica que no es un suicidio. El porqué ya lo descubriremos. No debe salir de España y si cambia de domicilio nos lo tiene que decir. Volveremos.

Me lleno de incertidumbres.

—Jandra, mírame. ¿Qué está pasando? No te entiendo.

—-Concha, ni te preocupes. No estoy en peligro. El barrigudo y el patas largas quieren presumir de polis listos y solo son unos torpes. Mi marido se suicidó y todo lo demás es pura novela. Tú y yo sabemos el porqué.

Entran en el dormitorio más miembros de la familia.

—Jandra, como estás bien acompañada me bajo a mi casa. Además, creo que lo mejor que puedes hacer es dormir o por lo menos descansar en la cama. Si necesitas algo me llamas.

 

 

 

Ya en el ascensor me doy cuenta de que la que no va a dormir soy yo. Presiono el número 5.

Entro en casa y me tumbo en un sofá. El reloj marca ya una hora avanzada de la noche, pero aún así la preveo larga. Mi cabeza da vueltas y más vueltas a los mismos temas, sin encontrar explicaciones o quizás encuentre explicaciones que no me gustan.

Oigo el timbre de la puerta.

—Madrina, soy yo.

Abro la puerta y hago pasar a Conchi.

—Estaba deseando bajar para hablar contigo, mi madre me ha dado permiso para dormir en tu casa. ¿No te importa?

—Claro que no, la cabeza me explotará con lo sucedido si no hablo con alguien. Los recuerdos vuelven rápidamente y me tienen asustada. Me aterra ir a la cama.

—Madrina, ¿esos recuerdos tienen que ver con lo sucedido, esos zapatos forman parte de tus recuerdos? No puedo quitarme de la cabeza la mano de mi abuelo apretando ese zapato. Estoy intrigada por esos zapatos pasados de moda, que no se ponía y que la abuela se pone ahora con tanta frecuencia. Un día le dije que se iba a torcer los tobillos con esos tacones tan altos y me dijo, de mala manera, que no me metiera en lo que no me importaba.

—Tu abuela tiene un pronto que no domina.

—Vamos a la cocina y preparemos algo para comer, mientras tanto vamos hablando.

—Conchi, lo sucedido forma parte de una historia vivida por una mujer y dos hombres. Es una lucha entre el amor y la amistad. Un hombre, llamémosle B, que es la inicial de su nombre, puso el amor por una mujer y la amistad de un amigo al mismo nivel y quiso conservar los dos sentimientos. Al otro hombre, llamémosle A, solo le importaba conseguir el amor de la misma mujer a cualquier precio y traicionó la amistad del amigo. El hombre A sabía que no era el preferido por la mujer, pero pensó que todo era cuestión de insistir y esperar un fallo del amigo, por eso siempre estaba cerca de los dos. Esperando y esperando.

—¿La mujer es la abuela? ¿Quién es el abuelo? ¿Quién es el otro, lo conozco? Cuéntame.

—Nosotras vivíamos en los alrededores de la plaza Luca de Tena y cogíamos el metro en la estación de Palos de la Frontera para ir al Instituto Beatriz Galindo. Un día, tu abuela me dijo que dos vagones más adelante, había subido un chico con buena pinta y como era nuestra costumbre, en la estación de Embajadores, nos fuimos a su vagón. Tu abuela no le quitó la mirada de encima hasta la estación de Sol, donde se bajó.

Tu abuela me miró, aún recuerdo su mirada, comprendí que se había enamorado locamente de aquel chico alto, muy alto.

—¿El sábado me acompañarás a comprarme unos zapatos?

Nos fuimos a la calle Preciados. Y nos parábamos en todos los escaparates de las zapaterías. En uno de ellos se quedó con la mirada fija en unos zapatos, como abducida,

—Concha, me están esperando a mí.

—Jandra, estás loca, que tonterías dices.

 Y se compró aquellos zapatos que tenían los tacones altos, muy altos. Ella siempre dijo que se los había regalado el chico alto, muy alto.

—Claramente mi abuelo no es el alto, es más bien bajito. Es el hombre A,  la inicial de abuelo.

—Esa es la historia de los zapatos.

Veo a mi ahijada muy interesada, pero yo quiero dar por finalizada la conversación. No me resulta agradable recordar algunas cosas.

—Si te parece nos vamos a la cama.

—No madrina, no puedes dejarme así. Tienes que contarme que sucedió después, hasta el día de hoy. Tengo muchas preguntas que hacerte.

—Conchi, han pasado muchos años y muchas cosas.

—Bueno, tenemos toda la noche. ¿cómo se llama el chico muy alto, el hombre B?

—Su nombre no se puede pronunciar delante de tu abuela, le sale su pronto y no hay quien la aguante. Simplemente usábamos el pronombre él, pero se acabó. Más vale que no lo sepas.

Tu abuela no me dejaba de hablar de aquel chico y siempre esperando verle en el Metro. Un día ya me canso, te cuento.

—Jandra, no sabes quién es.

  —Sí, sé quién es. Mi hermano lo conoce. Vive cerca de nuestro barrio y estudia medicina.

  —Entonces esa cara de disgusto a qué viene.

  —Mi hermano me ha dicho que lo tengo crudo y que me ponga en la lista. Tiene novia y que no es la primera.

Tu abuela no sabía que hacer, en el Metro procuraba ponerse cerca de B.

Un día le dijo hola y B contestó hola, siguiendo la lectura de un libro de medicina.

  Otro día se produjo un hecho que la llenó de alegría. El mejor amigo de aquel chico alto, el hoy tu abuelo, con la ayuda de una amiga común, la invitó a un guateque. Llevaba mucho tiempo detrás de tu abuela. Me pidió que la acompañara. Por medio de su hermano sabía que B iba siempre.

  El domingo se puso sus zapatos con el tacón alto, muy alto.  Fuimos las primeras en llegar y el último B, acompañado de su novia. Nos miró y no reconoció a tu abuela como la chica de los holas del metro. Estaba indignada, pero cuando la sacó a bailar se le pasó el enfado.

 Como era costumbre en los guateques B bailó con todas las chicas y también con tu abuela, pero después, en el momento de la música lenta, solo bailó con su novia.

  A partir de ahí, nos hacíamos las encontradizas con B. Sabíamos todos sus pasos. Tu abuela siguió yendo a los guateques del grupo de amigos, siempre con los zapatos de tacón alto, muy alto. Al que hoy es tu abuelo no le gustaba que se pusiera esos zapatos porque demostraba que él era bajo. En un guateque B apareció solo, sin su novia, los amigos le preguntaron por ella y B no les contestó. Todos nos imaginamos que era el fin de esa relación.

  En ese guateque bailó mucho con tu abuela, pero a la hora de la música lenta B se fue. En otros guateques se quedaba y bailaba muy cariñosamente con alguna de sus amigas. Tu abuela disimulaba su disgusto, pero varios domingos después en otro guateque, a la hora de los discos lentos B no soltó a tu abuela, la cara de tu abuelo era un poema. Ese fue el principio de una relación que duró años.

Noto que Conchi está muy interesada y yo, en el fondo, me encuentro muy a gusto recordando aquellos tiempos.

—Madrina, mi abuela nunca me ha contado nada. ¿Qué pasó después para que no siguieran juntos?

—Tu abuela no fue valiente.

-—¿Qué quieres decir?

—Te contaré y sacarás tus propias conclusiones.

—Un día tu abuela vino a verme con un gran enojo. Me contó que B se quería ir a África con Médicos sin Fronteras. Había terminado la carrera de medicina y quería desarrollar su profesión a favor de los más necesitados y no quitando arrugas a las señoras adineradas. No conseguí que dejara de llorar, según me contó era una decisión definitiva.

—Mi abuela no tuvo valor para seguirle.

  —Así fue. Ella esperaba que después de unos meses B volviera, cansado de esa vida ruda y peligrosa.

—¿Qué fue de su novio alto?

  —Primero se fue a Níger, el país más pobre del mundo. Allí estuvo varios años, pero salió corriendo. Se lió con una de las mujeres del dictador y si no le avisa la hija del cónsul de Bélgica no lo cuenta. De Níger se fue a Angola, donde estuvo menos tiempo, también salió a toda prisa. Los marines, que protegían la embajada de Estados Unidos, intentaron cogerle, le acusaban de espiar para los rusos. La verdad no era esa y sí que se acostaba con la mujer del embajador.

 Entonces decidió unirse en el Congo al Che Guevara, al cual admiraba.  Allí duró poco tiempo por el fracaso de la aventura del Che en África. El Che le comentó que el pueblo congoleño no estaba interesado en la revolución y que había decidido continuar su revolución en Bolivia, pidiéndole que le acompañara en esa nueva aventura. B prefirió irse con una enfermera sudafricana a Ciudad del Cabo. La enfermera también formaba parte del grupo del Che. En Ciudad del Cabo vive con la enfermera y sus hijos.

  La cara de Conchi refleja sus dudas y también sus emociones, la veo dispuesta a lanzar sus preguntas.

—Madrina, ¿qué hacía la abuela en todo este tiempo? y además ¿por qué se casó con el abuelo?

—Tú abuela no sabe estar sola y, además, le encanta tener hombres a su alrededor. Fue una salida fácil para ella atender a sus pretendientes, pero más de uno le falló en el momento de plantear una vida en común y recurrió a tu abuelo.

—Pero ella estaba muy enamorada del médico…

Le corto y no la dejo seguir.

—Y sigue enamorada.

—¡Ah! Por eso se pone esos zapatos altos.

El cansancio me hace abandonar el relato.

—Si quieres saber más prefiero que te lo cuente tu abuela.

 

 

 

Dejé pasar un tiempo desde el suicidio de mi abuelo, prefería hablar con mi abuela cuando ella estuviera más tranquila. Por fin hoy la llamo.

—Vente cuando quieras.

Entro en el salón, no hay nadie. Oigo a mi abuela en la cocina.

—Ahora voy.

En el salón suena una música muy conocida para mi. No puedo ni quiero evitar recordar la primera vez que la oí.

—Conchi, escucha esta música. Dime si te gusta.

—Es muy bonita abuela.

—Coge la carátula que está encima de la mesa, si te gusta te regalo el cd.

Leí que era Peer Gynt Suites- 1 and 2 de Edvard Grieg.

—Gracias abuela por el regalo.

Me acerqué a ella y le di un beso. Desde aquel día de mi adolescencia, a mi abuela y a mi nos unió la música de Grieg.

Al entrar al salón y oír esta música, puedo entender lo que me pide mi abuela: cariño, compresión y quizás también complicidad.

Nos sentamos en un sofá, yo me pego a ella porque quiero transmitirla, con el contacto de mi cuerpo, cariño y confianza. La noto muy dispuesta a hablar.

—No me hagas preguntas, yo te contaré. Ahora que ya me siento mayor, el futuro me preocupa poco, miro más hacia el pasado que al futuro.

—No es esa mi intención. Concha me has contado muchos hechos y momentos de tu pasado, solo quiero que tú me cuentes lo que te suponga recuerdos agradables.

Mi abuela guarda silencio, se queda muy pensativa.

—Si miro al pasado surge B, siempre B.

—Abuela, mi madrina y yo le lamamos B, ¿ te parece bien?

—No, pero si vosotras le llamáis B yo también. ¿Quién es A? si existe un B existirá un A.

—No te lo diré, pero seguro que lo adivinas.

—He vivido momentos agradables y tristes. Desde que le conocí yo solo tenia ojos para él-B, como era muy coqueta me agradaba que otros chicos se me insinuaran, pero mi corazón era de B.

Veo en su cara una sonrisa llena de melancolía.

—Uno de estos, digamos moscones, era tu abuelo. Incluso cuando B y yo formalizamos nuestra relación tu abuelo continuó con sus acosos.

—¿Cómo era posible si era su mejor amigo? Lo estaba traicionando. ¿B lo sabía?

—Sí, claro que lo sabía, B lo veía y además yo se lo decía. Nunca me hacía un comentario, como si no me oyera.

—Abuela, era como si no pudiera romper su amistad con el abuelo, su amigo desde niños. Me disgusta lo que me cuentas del abuelo.

—Cuando B se fue a África lloré y lloré.

—¿Por qué no te fuiste con él, no te lo propuso?

—Eran otros tiempos. Nunca me lo pidió de manera directa, pero yo sabía que lo deseaba.  No tuve valor para irme con él. Fui muy cobarde por no compartir su nueva vida.

Se tapa la cara con las manos, hace un silencio que no quiero romper. Levanta la cara y respira hondo.

—Al principio venía a verme todos los meses, luego alguna llamada.  Me sentí muy sola, empecé a salir con algún chico, por cierto, que con uno estuve a punto de casarme, pero no cuajó por un tema familiar suyo. Yo necesitaba a mi lado a alguien que me quisiera y tu abuelo, siempre al acecho, aprovechó la ocasión. Yo tenía las defensas bajas y terminé casándome con tu abuelo. Ya no tuve más llamadas.

—¿Qué son para ti los zapatos con unos tacones altos, muy altos?

—Esos zapatos son el recuerdo de un tiempo muy feliz para mí. Los zapatos estaban en un escaparate como invernados, hasta que yo los compré y les di vida, para convertirlos en una parte de nuestra intimidad, sin esos zapatos no alcanzaba a besarlo. Yo solo me los ponía para él, los zapatos son mi primer baile con él, su mirada, sus caricias, sus besos, su sonrisa…los zapatos son él, hay veces que no consigo llamarlo B. No dejo que los toque nadie.

—Por la estrecha relación que teníais los tres, supongo que el abuelo sabía todo esto de los zapatos.

—Si, claro que lo sabía. Cuando los veía sus celos se disparaban y me decía que cuándo iba a tirar esos zapatos tan viejos y pasados de moda. Como si entendiera de modas.

—Abuela, ahora te los pones con frecuencia. ¿Te ves con B?

Se levanta del sofá, se mueve por el salón marcando el sonido de sus tacones. Sale del salón hacia el dormitorio, yo la sigo. Se queda mirando fijamente hacia la terraza.

Conchi, ese día yo acababa de venir de la calle y estaba sentada en la cama, quitándome los zapatos. Entonces entró tu abuelo y me gritó.

   —No te volverás a poner estos zapatos.

  Me los quitó de las manos y se fue a la terraza, yo fui detrás. Tiró un zapato y le agarré del brazo   en el que tenía el otro zapato; se volcó sobre la barandilla para que no lo alcanzara, tenía medio cuerpo fuera. A mi mente vino la imagen de él, le dije a tu abuelo al oído.

  —Son sus zapatos y tú no los debes tocar.

  Lo sentí como una nueva traición, pensé: “ésta será la primera vez y la última que los tocas”. Lo empujé con todas mis fuerzas. No lo pude evitar.

 

 

 

 

 

 

 

He salido de la portería para barrer el portal y la acera, en el tramo de la fachada del edificio. Hoy veo que hay varios aviones de papel sobre la acera, son los aviones poéticos de Fito. A mi me gusta leer sus poesías, cojo un avión, lo deshago y veo que está en blanco. La sorpresa me deja perplejo, cojo otro avión y otro, todos están en blanco. Entiendo que Fito no puede expresar lo que siente por su amiga Jandra.

Busco con la mirada a Fito, veo que está en la acera de enfrente tratando de esconderse detrás de un árbol. Mira fijamente hacia el portal, seguro que espera que salga Jandra para acompañarla hasta la farmacia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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