El hombre al que no le gustaba comer solo

ELÍAS LLAMAZARES DE LA PUENTE          R5

 

EL HOMBRE AL QUE NO LE GUSTABA COMER SOLO

 

He viajado desde Sevilla para participar en una reunión de trabajo en Madrid. Hemos terminado la reunión antes de lo que teníamos previsto. Empiezo a recoger mis papeles y pido el acta con los acuerdos.

Mientras la firmo oigo a uno de los participantes de la reunión.

—Te invitamos a comer.

—Gracias, pero hoy no puedo comer con vosotros.

—Insistimos, no te vamos a permitir que comas sola.

El responsable del equipo, con voz de jefe, se dirige al que hace el ofrecimiento.

‑—Tú no sabes si va a comer sola, no seas cotilla.

—Intentaba ser amable.

Todos sus compañeros aprovechan la ocasión para meterse con él. Todos a una.

-—Ya!, ¡ya!

El joven ingeniero-invitador se pone colorado.

Me gusta venir a estas reuniones porque a la eficacia en el trabajo se une un buen ambiente.

—Ante vuestra insistencia os explico que picaré algo por ahí e iré de compras, con tiempo suficiente, a la calle Ortega y Gasset donde hay unas tiendas con ropa muy actual y elegante. La última vez que estuve por allí vi un vestido que me gustó mucho y hoy lo compraré. Después regresaré a Sevilla en el AVE, quiero llegar pronto a casa.

Viendo mi firme determinación no insisten más, me despido de todos y me voy.

 

 

 

Salgo del número 135 de la calle Príncipe de Vergara y cruzo la calzada. No por el paso de peatones, que evito siempre que puedo. Es una más de mis manías. No hay peligro porque siempre paran los conductores para dejarme pasar. Algunos empiezan a frenar con tiempo suficiente para que yo cruce, todo depende de la longitud de mi falda. Reconozco que es un acto de coquetería.

Subo por la acera de los pares, da el sol y así es más agradable la búsqueda de un bar.  Paso por delante del Auditorio Nacional y de varios edificios de oficinas. Llego a una plaza con el nombre de Cataluña, que ni es plaza ni es nada. Veo en una esquina un bar restaurante, miro el reloj: marca la una. Me parece un buen sitio para tomar unas tapas.

 

 

 

—Buenos días.

—Buenos días, señorita. Estamos montando las mesas, pero puede tomar algo en la barra mientras tanto.

—Bien, es suficiente. Solo quiero picar un poco. Tengo prisa.

—Me parece muy bien, pero lo hará más cómodamente en una mesa. No permitiré que esté mucho tiempo en la barra. Le montan una mesa enseguida.

La amabilidad y la sonrisa del jefe de sala me impide negarme. Observo desde el taburete de la barra el movimiento de los camareros.

Uno de ellos comenta en voz alta:

—Hay una mesa reservada por el señor Llongar para nueve personas.

—Paco, no puede ser.

—Sí Juan, nueve personas

—Debe ser un error. Tráeme el libro de reservas.

Juan mira y remira el libro.

—No puede ser. ¿Quién ha tomado esta reserva?

—He sido yo mismo y te puedo asegurar que está bien. El señor Llongar insistió mucho en que era para nueve personas y que te dijera que quería la mesa de siempre y, como siempre, redonda o en forma de u.

Juan mueve la cabeza, resignado.

—Si, como siempre. ¡Las manías del señor Llongar! Dice que así todos se pueden ver y mantener una sola conversación.

Juan me mira.

—Es un maniático perfeccionista, ya nos ha hecho cambiar la mesa varias veces.

Después se queda pensativo y transcurridos unos segundos se dirige a Paco, con la intención de que yo le oiga.

—Tú que llevas muchos años aquí, dime cuándo fue la última vez que el señor Llongar reservó una mesa para nueve.

La discusión me empieza a intrigar.

—Hace muchos años Juan, luego fue reservando cada vez para menos personas y últimamente solo para dos.

—Paco, tú sabes muy bien el porqué antes reservaba para nueve y últimamente solo para dos.

—Claro Juan, tú y yo recordamos muy bien las palabras del señor Llongar cada vez que reservaba para un comensal menos; siempre decía emocionado y con la voz entrecortada.

—Juan, un amigo ya no vendrá más. Nos está esperando en la soledad infinita de un agujero negro.

La cara de Juan refleja que no le gustan estos recuerdos, y eso del agujero negro no lo debe entender. Seguramente ha compartido muchos momentos con ellos. Se ha emocionado y termina la discusión.

—Preparad la mesa del señor Llongar para nueve y que sea lo que Dios quiera.

No puede evitar gritar.

—Y ¡redonda o en forma de u!

Le oigo refunfuñar; aún no se resigna a lo que parece evidente, repite.

—La última vez reservo para dos y ahora para nueve. No puede ser. Veremos quién lleva razón.

Se dirige a Paco, a la vez que me mira.

—Tú monta una mesa para la señorita…

—Rocío

—Con ese bonito acento solo se puede llamar Rocío.

Veo a Paco montar mi mesa lejos de la mesa del tal señor Llongar. Le pido a Paco, con un gesto, que la monte cerca de la mesa de los nueve misteriosos comensales. No tarda mucho.

—Señorita ya tiene su mesa, yo le llevo la copa de fino y la tapa de jamón.

El restaurante se va llenando y la mesa del tal señor Llongar sigue con nueve sillas vacías.

 

 

 

Juan se acerca a la puerta del restaurante.

—Buenos días señor Llongar.

—Hola Juan, ¿cómo estamos?, por favor, hoy pon el Requiem de Mozart.

Me fijo con detalle en él. Tiene buen aspecto, es alto, fornido y elegante. Lleva el pelo corto y las canas cubren parte de su cabeza. Su voz es grave y a mi, como mujer, me parece seductora. Transmite seguridad.

Juan se dirige a él en tono jocoso.

—¡Qué sorpresa! es usted el primero en llegar. Habitualmente llega el último.

El señor Llongar mira hacia la mesa, sonríe y pasa su brazo derecho sobre el hombro de Juan.

—Pero qué me dices, sí ya están todos sentados.

Juan mira a Paco, después me mira a mi. Su cara refleja la gran incertidumbre que vive. Continúa con su tono jocoso.

—Señor Llongar, ya está usted con sus chanzas.

A mí me da la impresión de que le está gastando una broma.

—Señor, ¿para cuántos ha reservado la mesa hoy?

Hoy no falta nadie, estamos todos los amigos, he reservado para nueve personas.

—Discúlpeme, ¿son los amigos de siempre? Se lo pregunto porque últimamente reservaba solo para dos comensales.

—Sí Juan, qué pregunta más tonta. Claro que son los amigos de siempre. Hoy estamos todos, incluso el que vive en Canadá.

Caminan los dos hacia la mesa, Juan se detiene un poco antes y obliga al señor Llongar a pararse. Le mira a los ojos. Su cara refleja preocupación.

—¿Se encuentra usted bien? Las sillas están vacías y los dos sabemos que sus amigos no vendrán. Viene usted solo y eso quiere decir que el último amigo que comió con usted ya está en el agujero negro, lo que usted dice siempre que falta uno.

Los dos hombres se miran, se produce un silencio corto que se hace eterno. La mirada de Juan se convierte en tierna, en un intento de complacerle sin molestarle.

—¿Quiere que le prepare una mesa solo para usted y en una zona con menos ruido?

El señor Llongar levanta su cara hacia el techo y lanza una carcajada que suena como un aullido. Lo interpreto como la expresión del lobo herido por las palabras de Juan.

—Amigo Juan, nos conocemos desde hace muchos años y me permito preguntarte ¿por qué no te jubilas?, el trabajo te ha quemado. ¿Cómo no ves que estamos todos?

A Juan no le hace mucha gracia la pregunta, pero su experiencia le permite llevar la conversación por donde le parece más adecuado.

—No puedo, desde que murió mi mujer no soporto la soledad de mi casa. Seguro que a usted le pasa lo mismo desde que murió la suya.

Observo que hay entre los dos un cariño forjado durante muchos años. El señor Llongar se sitúa frente a Juan y, con lentitud, pone las manos sobre sus hombros. Le habla con voz tenue; me cuesta oirle.

—Claro que sí. Cuando meto la llave en la cerradura lo hago lentamente. A veces deseo que no se abra la puerta, que la cerradura se bloquee para siempre. Haz lo que yo hago. Entro deprisa y enciendo todas las luces y todas las televisiones, son armas contra la soledad. Donde no se puede luchar contra la soledad es en el dormitorio. Después de cenar me echo sobre un sofá y solo cuando el sueño es insoportable me voy a la cama, que siempre tiene las sábanas frías, aunque sea verano.

—¡Cómo le entiendo!

—Pero hoy estoy alegre, voy a comer con mis queridos compañeros de estudios, amigos desde entonces y para siempre. Mírales que contentos están, Juan ¿cómo no les has servido nada?

La cara de Juan refleja su asombro, pero de pronto se esfuerza con una sonrisa. Claramente tiene un problema: ha entendido que el señor Llongar no está de broma. Se produce un silencio que a mi me parece muy largo. No entiende la situación y yo tampoco. Juan mira la cara del señor Llongar que irradia optimismo, pero la suya transmite la pena que siente por su amigo. No cabe duda de que piensa que no está bien de la cabeza, que le ha afectado la añoranza por los amigos que ya no están. Sus gestos son una muestra de que intenta comprenderle. La situación le puede, le veo hacer un gran esfuerzo para sonreír y hablar con el señor Llongar.

—Cómo, no les has servido ni las bebidas.

Juan está nervioso, es un manojo de dudas, no sé si empieza a comprender o no a Llongar, pero tengo la certeza de que no le va a contrariar y lo seguirá hasta el final de esta locura.

—No me han pedido nada, quizás me hayan llamado, pero yo no los he oído.

Juan termina la frase con un gesto triste, mirando al suelo e intentando que el señor Llongar no le vea.

El señor Llongar mira hacia la mesa y hace un gesto con las manos señalando las sillas, como si todos sus amigos estuvieran sentados.

 —Ya voy, no seáis pesados. Estoy hablando con Juan.

No sé qué pensar, se dirige hacia las sillas vacías con toda naturalidad.

Juan me mira intentando compartir su pena. Ayuda al señor Llongar a quitarse la chaqueta y la coloca en el respaldo de la silla donde él se sienta.

—Anda, tráenos la carta. Juan, vamos a ver que quieren comer estos tripudos. No, mejor hagamos como siempre, comeremos lo que tú nos propongas. Trae tu bloc y el boli.

Juan se va y Paco se acerca a él; cuchichean.

El señor Llongar se sienta en una silla que me permite verle muy bien. He decidido continuar la tapa con una comida. No puedo evitar querer saber el final de este misterio.

No me mira. Con una gran sonrisa mira la silla vacía que está a su derecha y así, muy despacio, va mirando las otras siete sillas. Se dirige a todos los sentados.

—Qué serios estáis. Alegrad esas caras, que vamos a pasar un buen rato con los chistes de Eloy.

Se hace un corto silencio, el señor Llongar parece escuchar.

—No Favio, con los míos ya sabes que no se ríe nadie y siempre os cachondeáis de mí y de mis chistes malos.

Con los movimientos de las manos deja claro que él no contará ninguno.

Ahora no está Juan, por lo que claramente no le está gastando una broma. Pienso, mejor prefiero pensar, que sus amigos deben estar al llegar, pero su actitud está muy lejos de que eso sea así. No entiendo nada.

Miro al señor Llongar. Se le nota feliz, claramente se siente rodeado de sus amigos. Para mí está en una mesa rodeado de ocho sillas, que todos vemos vacías excepto él, que las ve ocupadas por sus amigos de siempre.

No da la sensación de una persona trastornada, me pregunto: ¿por qué actúa así? Quizás monta esta situación porque no le gusta comer solo.

Juan se acerca a la mesa. Le observo en disposición de seguir el comportamiento del señor Llongar, aunque le apene.

—Ya estoy aquí, si le parece hoy vamos a cambiar un poco. Traigo más cosas para picar y, si se quedan con hambre, después traigo un segundo plato.

—¿No os parece que Juan está un poco raro hoy?, nunca lo hemos hecho así. Nos quiere dejar sin segundos platos.

Se dirige a Juan.

—Siempre has anotado las raciones para picar entre todos y los segundos al mismo tiempo. Bueno, hagámoslo como tú dices.

—Podemos empezar con unas alcachofas, después unos boquerones. ¿Qué le parece?

—A mí no me lo digas, díselo a ellos.

Juan se queda mudo, paralizado como una estatua. No sabe cómo reaccionar. Después de unos segundos, sigue el juego al señor Llongar. Va mirando las sillas vacías una a una al mismo tiempo que comenta el menú, sabiendo donde se sienta cada amigo del señor Llongar. Él, mirando silla por silla, les comenta su oferta.

—Las alcachofas le gustan al señor Reinosa, porque está a régimen; los boquerones al señor Rosas; voy a traer una tortilla con callos que le gusta al señor Rosales; unos chipirones para complacer al señor Cádiz; una cazuela de judiones de la Granja, que siempre pide el señor Rocosas; una ración de mollejas, que es el plato preferido del señor Alcázar, gachas manchegas para el señor Mora siempre fiel a su tierra, que es la mía, y finalmente morcilla de León, para el señor Laciana y para usted. Y como ustedes hacen siempre, comen de todos los platos.

Juan, haciendo un esfuerzo, levanta la voz con firmeza.

—¿Les parece bien?

Juan mira las sillas y después, mirando al señor Llongar con gran timidez, hace un gesto como de aprobación por parte de todos.

—Bien Juan, pero luego pediremos los segundos.

Juan hace intención de irse, pero el señor Llongar le coge del brazo.

—Te has olvidado de las bebidas. Realmente hoy no estás fino. Que te digan uno a uno qué quieren beber.

Juan hace el gesto de mirar a todas las sillas.

—No es necesario, conozco los gustos de todos ustedes.

El restaurante se ha llenado y oigo el ruido típico de las conversaciones.

 

 

Llongar me mira, esforzándose en una sonrisa que a mí me parece triste, no es el mismo señor Llongar que habla con Juan. Tengo la impresión de que ahora no actúa. Clava su mirada en mis ojos. Aguanto su mirada, pero noto que es él el que no resiste la mía. La retira mirando al centro de la mesa.

Ahora entiendo, sin duda, que sus amigos no vendrán ni ahora ni nunca. Ha montado una comida ficticia para todos los que vemos la situación, menos para él que la vive como real.

Me vuelve a mirar. Aquel hombre que entró al restaurante alto, fuerte, derecho como un ciprés, con una sonrisa que seducía y con una actitud de estar muy seguro de si mismo, siento que me está pidiendo ayuda para luchar contra su soledad, quizás de la única manera que puede: compartiendo sus vivencias pasadas con alguien, en este caso conmigo. No sé cómo lo puede hacer, no ha intentado iniciar una conversación conmigo.

Me mira muy fijamente y noto como se me cierran los ojos lentamente. Va desapareciendo el señor Llongar de la sonrisa triste y, cuando he cerrado mis ojos del todo, se hace una oscuridad total, entro en otro mundo. ¿Qué mundo? No lo sé, pero pienso que es su mundo, el mundo del pasado que tiene en su mente.

 

 

 

  Siento una sensación extraña, como si hubiera abandonado mi cuerpo. Después de unos instantes, empiezo a abrir los ojos muy despacio y me veo en el mismo escenario. Me asusto, abro los ojos todo lo que puedo, miro alrededor de mi mesa: todo sigue igual, excepto la mesa del señor Llongar. Todas las sillas vacías están ocupadas por ocho hombres. No me cabe duda de que son sus amigos.

Ahora lo entiendo, el señor Llongar quiere compartir conmigo sus recuerdos, me ha introducido en el lóbulo central de su cerebro. Me produce un cierto miedo que pronto desparece, cuando veo a un señor Llongar alegre y dicharachero, rodeado de sus amigos. Todos sonríen con una alegría que me hipnotiza.

Oigo una música de fondo. Las risas no me dejan oírla con claridad. La intento reconocer, desde luego es el Requiem de Mozart.

Ellos no se dan cuenta de mi existencia, me levanto y doy varias vueltas alrededor de la mesa, al final me coloco detrás del señor Llongar. Les miro uno a uno, estoy entusiasmada por esta experiencia. Mi dualidad me permite conocer el presente y también los recuerdos en los que está inmerso el señor Llongar y que quiere revivir conmigo. Pienso que se agarra a ellos por ser lo único que le queda.

Oigo sus conversaciones y pronto sé el nombre y apellidos de todos, así como la personalidad de cada uno. Se palpa la buena relación y el cariño con que se pican unos a otros.

El señor Llongar, Eladio para sus amigos, se pone serio.

—El primer recuerdo que tengo de la Escuela es que habíamos salido de la primera clase y estaba mirando la calle por una ventana del pasillo, dando la espalda a los grupos que se habían formado.   No conocía a nadie, vosotros os conocíais del curso de Selectivo. Jacinto se acercó para hablar conmigo.

El señor Llongar mira a Jacinto Cádiz, su voz se le quiebra.

—No lo he olvidado nunca y mi alegría es que desde entonces nuestra amistad sigue creciendo.

A Jacinto Cádiz le veo como una persona tranquila, por sus expresiones seguro que es un poeta. Responde.

—Siempre que lo cuentas me emocionas.

Íñigo Rosas, mete cizaña.

—Que se besen, que se besen.

Íñigo Rosas es la ironía personificada. La utiliza con mucha frecuencia e inteligencia para incordiar a sus amigos. Consigue que todos se sumen a su propuesta.

Y todos a coro.

—¡Que se besen!

Jaime Rocosas, al que a veces llaman Rupi, mira a todos; es un hombre fornido, de buen comer, no deja de preguntar e insiste si le queda alguna duda, sus comentarios están siempre muy razonados. De repente sorprende a todos.

—¿Y os acordáis de las aquellas partidas de tute-cabrón en la cafetería Espasa…?

Íñigo, en su línea, aprovecha el motivo para meterse con él y no le deja acabar, le corrige.

—Vaya memoria tienes, estás viejo. La cafetería era Calpe y no Espasa.

Sinaito Rosales interviene.

—¿No te acuerdas de la foto del Peñón de Ifach que estaba pegada en la pared?

Sinaito Rosales me parece una persona cariñosa, de gran memoria, muy activo y buen vividor, como lo demuestra siempre eligiendo los vinos.

El señor Llongar apunta con el dedo índice a Sinaito.

—Tú sí que te acuerdas, ¡cómo siempre ganabas!

Íñigo Rosas aprovecha la ocasión.

—Y tú siempre perdías.

El señor Llongar, con cara de santo barón, mira a ambos.

—Poníais tanto interés que daba pena ganaros.

Oigo un taco que nunca había oído. El señor Llongar mira fijamente una de las sillas.

—Cojona Íñigo, claro que me dejaba ganar, y no te creas que no me daba cuenta de que te compinchabas con Sinaito, otro sinvergüenza como tú, para hacerme perder.

Mira otra silla, la de Sinaito.

—No lo puedes negar Sinaito.

Se hace un corto silencio.

Favio se dirige a todos.

Mientras vosotros jugabais a las cartas yo me preocupaba por el ambiente de indiferencia social y política que había en nuestra Escuela. Indiferencia por lo que acontecía en España en aquellos momentos. Aquel ambiente en la Escuela era también de desprecio hacia el de los Colegios Mayores y las facultades de la Ciudad Universitaria.

Todos al unísono.

—Gracias Favio, ¡qué hubiera sido de nosotros sin ti!

Favio levanta la voz.

—Menos cachondeo.

Eloy mira a Favio.

Eloy Alcázar me parece una persona ponderada y siempre con un  humor agudo en sus comentarios.

—Favio, había dos motivos principales. Uno: Caminos, Industriales y nosotros, Minas, estábamos alejados de la Ciudad Universitaria. El Gobierno franquista, que en un principio tuvo la intención de llevar todas las ingenierías para allá, dio marcha atrás por pensar que tanto estudiante junto no era bueno para una unidad de destino en lo universal.

El señor Llongar no puede evitar un grito.

—Bravo Eloy ¡Qué final!

 Íñigo, con una sonrisa.

 —Ya salió el rojeras de Eladio, no se ha podido aguantar. 

 Ramiro toma la palabra. Ramiro Laciana da la impresión de ser muy activo y emprendedor.

—Favio, eso no quiere decir que individualmente no tuviéramos preocupaciones políticas e incluso participáramos en algunos movimientos sociales.

 Favio asiente con la cabeza.

—Por supuesto, yo hablaba como grupo. En nuestra Escuela, insisto, no había ningún interés social ni político.

Cardenio Mora que es de los amigos el menos hablador, hombre de muy agradable aspecto, es solicitado por todos para que dé su opinión.

—Poco puedo decir, ya lo habéis dicho todo.

Todos gritan.

—Eso no vale, mójate.

—Nosotros solo nos preocupábamos por aprobar y acabar para ganar dinero. Otras historias es engañarnos. Amén.

Favio hace una pausa que yo aprovecho para recordar, y de alguna manera participar, aunque ellos no me oigan: yo estudié Económicas en la Complutense y sabíamos que los ingenieros no participaban en las manifestaciones; no se podía contar con ellos.

 Eloy insiste en acabar su exposición, cortando el murmullo que hay en la mesa.

—Si me dejáis, me gustaría exponer el segundo motivo.

Favio asiente con un movimiento de las manos.

Sinaito, con cara de cachondeo.

—Sí, mejor. Tú que eres más rápido. Aún tenemos que hablar de mujeres.

Eloy promete ser rápido.

—Siempre los estudiantes de ingenierías nos hemos considerado superiores al resto de estudiantes. Seamos sinceros. Nosotros teníamos que estudiar mucho y durante todo el curso. No había tiempo para “manis”. Pensábamos que otros estudiantes, por ejemplo, de Derecho o de Filosofía, solo necesitaban estudiar el mes antes de los exámenes, por tanto, tenían tiempo para correr delante de los grises.

Mora quiere cerrar el tema.

—Si hubiésemos querido habríamos sacado tiempo para todo. Quizás el tercer motivo era que nos traían sin cuidado los problemas políticos y sociales de aquella España.

 

 

 

De repente la oscuridad corta la escena, abro los ojos poco a poco y todo cambia nuevamente, el ruido de las conversaciones en el restaurante me vuelve al momento actual, a la realidad.

Realmente el pescado que me han servido está muy sabroso. Le pido a Juan que me ponga otra copa de vino, la anterior me la he bebido sin darme cuenta.

El señor Llongar se dirige a todos sus amigos.

—¿Cómo os va la crisis? Seguro que bien porque vosotros sois clase muy alta y no la notáis. Los que pertenecemos al pueblo llano…

    Levanta los brazos.

-—¡Bueno!, parad el abucheo.

Se queda, durante unos instantes, mirando fijamente a una silla, la de Favio.

—Favio, yo también leí la entrevista a Serge Latouche y muchos opinamos como tú, que Latouche dice verdades como puños. Tú recalcas, con razón, que la crisis no solo es financiera, sino que es una crisis de civilización.

Me quedo admirada de cómo mantiene un coloquio con todos sus amigos oníricos, que yo ahora no veo, pero que él los siente muy cerca. Presta atención a otra de las sillas.

—Jacinto, tu comentario me hace pensar… y dices que tu pides una sociedad que produzca menos y consuma menos. Quieres una revolución. El capitalismo no lo permitirá, nos han educado para trabajar y para consumir, consumir y consumir.

 Mueve su mano derecha hacia la silla de Eloy.

—De acuerdo Eloy, hay que aspirar a una mejor calidad de vida y a más humanismo.

    Coloca su brazo izquierdo sobre la primera silla que está a su izquierda.

-—Sí Ramiro, como tú dices, los que podrían poner en marcha esta revolución son los políticos, pero no quieren ni pueden porque el poder ya no lo tienen. Estamos dominados por una oligarquía económica y financiera, que tiene a su servicio a los jefes de Estado de todos los países; como si fueran funcionarios a su servicio.

Rosas grita.

Fuera política, en eso hemos quedado para nuestras comidas.

 

 

 

Noto al señor Llongar cansado, coloca la cabeza entre sus manos. Después de unos instantes la levanta y me mira. Mantengo su mirada que busca mi complicidad. Sintiéndome cómplice cierro los ojos y paso a su mundo interior.

 

 

 

Oigo hablar a Íñigo:

—Por cierto, hablando de mujeres. La chica que regentaba la papelería en la esquina de Ríos Rosas con Joaquín García Morato se llamaba….

Ramiro le corta:

-—Querrás decir Santa Engracia.

-—Pues no, quiero decir Joaquín García Morato. Considerado como el máximo as de la aviación española hasta la fecha. Y que se jodan los que cambian los nombres a las calles sin tener respeto a nuestras glorias españolas.

El señor Llongar, con un tono de cachondeo.

—No le piquéis que nos canta el Cara al Sol.

Jacinto le coge del brazo.

—Pero después de la arenga di cómo se llamaba la chica. ¿A qué no te acuerdas?

    —Claro que me acuerdo, se llamaba Adelaida.

Todos ríen y a coro le gritan:

-—Se llamaba Almudena.

Ramiro toma un sorbo de vino.

—Yo también sabía de la existencia de la tal Almudena.

 Eloy se ríe y apunta con el dedo índice de su mano derecha a Ramiro.

—Claro que lo sabias, como que intentaste ligar con ella, pero te la quitó un geólogo.

Todos le abuchean. Jaime se lo toma en serio.

—Qué vergüenza para un ingeniero de minas.

Ramiro no hace caso. Habla para todos.

—Por cierto, os falta incluir en el catálogo la “Gasolinera de las chicas”, en la calle Ríos Rosas, cerca de nuestra Escuela, regentada por una rubia tetona que se llamaba Maribel, que conducía un FIAT descapotable, rojo eléctrico. ¿Nadie se acuerda de ella?

Cardenio Mora, o como todos le llaman Carde, mira a Ramiro.

   —Yo también me acuerdo de la rubia de la gasolinera, y tampoco olvido que la tía tenía una mala leche de record Guinness.

Todos se ríen de las bromas.

Íñigo no puede evitar participar en la conversación.  Mira a Carde.

—Ah, dices eso porque te dio un buen empujón cuando intentaste ponerle la propina en el canalillo.

 Sinaíto se ríe a carcajadas:

 —Carde, no sabias hacerlo, a mi no me dio ningún empujón. Siempre me ponía el canalillo a tiro.

 Carde no se da por vencido.

 —Claro, con las propinas que tú dabas te pondría el canalillo hasta Sara Montiel. Ricachón.

 Sinaíto hace un gesto con las manos en sus pechos, intentando emular los de la tal Almudena.

 —Sí, ricachón. Lo que tu digas, pero el canalillo corría entre dos hermosas colinas.

 Jacinto se mete en la conversación.

 —El canalillo te ha sacado el poeta que llevas dentro.

 Todos ríen y a mí me hacen reír también.

 

 

 

La voz de Juan, me devuelve al mundo real. Abro mis ojos despacio, abandonando la oscuridad.

—Les traigo una tortilla con callos y una ración de morcilla de León que no pica, como a usted le gusta. Vayan ustedes sirviéndose y ahora les traigo el resto.

Juan hace el gesto de irse.

 —No Juan, sírvenos tú y luego traes el resto; de lo contrario Eloy y Jaime se servirán ellos y no nos dejarán nada.

Juan empieza a servir y va comentando con cada amigo invisible.

 —¿Tiene usted suficiente señor Alcázar? ¿Le sirvo un poco más señor Cádiz? A usted, señor Reinosa, no le pongo morcilla que sé que no le gusta. Usted está a régimen, señor Rocosas, pero hoy un poco de tortilla no le hará daño…

Los gestos y el tono de voz de Juan hacen la escena tierna. Ya no le sigue la corriente al señor Llongar sino que participa de su vivencia. Me emociona este comportamiento.

Todas las mesas están ocupadas, en la barra cuatro hombres jóvenes con pinta de ejecutivos agresivos esperan una mesa libre. Llevan bastante rato esperando. Uno de ellos se dirige a Juan con tono impertinente.

 —Oiga, ¿qué pasa con esa mesa con ocho sillas y solo una ocupada?

—Están todas las sillas ocupadas.

—Llevamos mucho rato aquí y no hemos visto más que a una sola persona.

—Pues hay nueve.

—Yo solo veo una persona.

—Bueno, ese es su problema. ¡Hay nueve personas!

Juan se va, con malos humos, a llevar otra cerveza al señor Llongar.

—No han comido nada, la morcilla se les va a enfriar y la tortilla con callos no la han empezado.

La cara del señor Llongar no es la misma que cuando entró en el restaurante. Ahora transmite tristeza y soledad. Bebe un sorbo de cerveza. Le hago un gesto con mi copa de vino, me ha mirado, pero no me ha visto. Sus ojos atraen toda mi atención.

El señor Llongar fija su mirada en un cuadro que hay en la pared, es un retrato de un torero. Me vuelve a mirar. Sé lo que me pide. Cierro los ojos buscando la oscuridad que me abre la puerta a sus recuerdos.

Le veo que habla a sus amigos con un tono alegre.

—¿Os acordáis cuando fuimos a Valdemoro toda la promoción para ver torear a nuestro compañero El Roncalés?

Íñigo se ríe y mira el cuadro del torero.

—Claro, y cómo Serrano tuvo que salir corriendo cuando le quiso cortar el rabo a la vaquilla y apareció el carnicero del pueblo con un machete, gritando que él había comprado la vaquilla con rabo y que había consentido cortar las orejas pero que el rabo no, al mismo tiempo que apuntaba a las orejas de Serrano con el machete.

Sinaíto se dirige al señor Llongar.

—Tú y Jacinto ligasteis con dos rubias y no lo neguéis porque hay una foto que lo acredita.

Jacinto, con tono picarón, se acerca a Sinaito.

—De ligue nada. Como estaban solas y abandonadas las trajimos en mi coche hasta Madrid.

—Vamos, que no os comisteis ni una rosca.

—A ti te lo vamos a contar, solo te diremos que eran muy cariñosas, ¿verdad Eladio?

—Ya lo creo que lo eran.

Todos se ríen haciendo gestos de no creer nada. Después  discuten sobre la comida, unos a favor de la morcilla y otros a favor de la tortilla con callos.

En un momento de silencio el señor Llongar pregunta:

—¿Quién de vosotros escribió con una navaja en una mesa de la Escuela: “al mundo lo mueve el dólar”? No lo recuerdo.

Todos miran a Sinaíto, que lo reconoce.

—Si fui yo, pero al día siguiente alguien, que no quiero mirar, lo tachó y puso ”al mundo lo mueve el pene”.

 Las carcajadas son sonoras. Las miradas señalan a Íñigo.

—Bueno, fui yo. La cosa no quedó así. También lo tacharon y un poeta escribió “al mundo lo mueve el amor”.

Jacinto se levanta y saluda como si fuera un torero mientras todos le jalean.

Ramiro pide un momento de calma.

—Había otro texto famoso en varias mesas sobre un compañero facha, y que presumía de ello. Todos os acordáis: “García es comunista y se acuesta con Mao.” Seguro que fuiste tú Favio.

—Te equivocas. Eso lo escribió Eladio.

 Íñigo no puede evitar incordiar al señor Llongar.

—Efectivamente yo se lo vi escribir.

El señor Llongar insulta a Íñigo.

—Serás capullo. Si yo hubiera escrito algo sobre García, como madridista forofo que es, hubiera puesto: “García se acuesta con Bernabéu”.

Jacinto cierra la discusión.

—Qué mala leche tenéis, como os gusta meteros con García.

El ruido de los platos me vuelve al mundo real. Cuando abro los ojos veo a Juan, con una sonrisa que me llama la atención, sirviendo los segundos platos y comentado a cada invisible comensal las cualidades de su vianda.

—¿Tiene suficiente?, ¿está a su gusto? Hoy le he pasado el rodaballo un poco más, como me pidió la última vez…

El señor Llongar, después de comer unos trozos del rodaballo, junta sus manos por debajo de la barbilla en una posición muy pensativa.

Unas voces de Juan me vuelven a la realidad.

—No han comido nada. Ahora vamos por los postres. Les propongo una bandeja de dulces variados y caseros.

Mira al señor Llongar y este asiente con la cabeza. Se dirige a la silla de Rocosas con cierta sorna.

—Rupi, disfruta que no engordan.

Le noto agotado de tanto hablar. Levanta la copa de cerveza y me mira como pidiéndome un brindis común. Acepto, su sonrisa se vuelve picarona.  No dejo de mirarle, intenta y consigue que cierre los ojos despacio para compartir nuevamente con él su pasado. La música de Mozat me da tranquilidad.

 

 

 

El grupo charla amigablemente en varias conversaciones. De pronto Íñigo pide a todos atención.

—Hace tiempo hablamos de llegar a un acuerdo para un buen morir, cuando alguno de vosotros estéis hecho un vegetal. No hemos vuelto a hablar del tema.

Favio no le deja continuar.

—Qué pasa Íñigo, que pronto te ves como una lechuga.

Íñigo continúa la broma.

—Prefiero un calabacín.

—Tú siempre tan golfo.

Carde, muy serio, mira a sus amigos.

—Si llegamos a un acuerdo yo daré vuestros nombres a las enfermeras para que no os dejen pasar. Sois capaces de mandarme para el otro barrio sin que sea un vegetal y sin que me hayan dado la extremaunción.

Todos con voces de cachondeo.

—Por favor Carde, cómo vamos a hacer eso. Además, la extremaunción te la puede dar Rupi.

Rupi reacciona rápidamente.

—Las extremaunciones os las voy a dar a vosotros ahora mismo a guantazos.

Carde se siente apoyado por Jaime.

—Sois capaces de eso y de mucho más. Asesinos, que sois unos asesinos.

Todos ríen.

Jaime habla con Carde.

—Te quieren acojonar.

Ramiro se dirige a Jacinto.

—Eutanasia etimológicamente sólo significa «buena muerte» y, en este sentido etimológico, vendría a resumir de excelente manera el ideal de la muerte digna.

—Lo que tú digas, pero empezaremos por ti. ¿No te importa?

Favio toma la palabra mirando a Jaime.

—El filósofo Javier Sádaba escribía hace unos días: “Por otro lado, habría que desterrar la inveterada manía de arreglar y controlar la existencia de los otros. Dejemos que cada uno resuelva, a su manera, el modo de existir elegido y, en consecuencia, de rematar, dentro de sus posibilidades, dicha existencia”.

Observo que el señor Llongar no interviene. Escucha con mucha atención la conversación de sus amigos.

Jaime alza la voz para intervenir.

—El Tribunal Supremo de Canadá decidió legalizar que los médicos puedan ayudar a morir a pacientes en estado terminal. Esta decisión supone un giro de 180 grados frente a la que la misma corte acordó en 1993, cuando rechazó la demanda de Sue Rodríguez, una mujer que se encontraba en estado terminal y que reclamaba que se le permitiera el suicidio asistido.

Eloy hace callar a todos.

—Vamos a resumir, opiniones a favor y en contra. Sin enrollarse. Tu dirás Sinaíto.

—¿Por qué yo? Bueno, te diré. La gente debe tener la libertad de elección de cómo desea morir. El Estado debe legislar para poder  elegir cuándo y cómo morir.

—Carde ahora te toca ti.

—La legalización de la eutanasia puede dar lugar a importantes cambios no deseados en nuestro sistema de salud y en la sociedad en general. ¡Cuidado!, que más tarde lo podemos lamentar.

Jaime interviene con rotundidad.

—Los seres humanos somos la creación  de Dios, la vida humana es por tanto sagrada. Sólo Dios debe elegir cuándo termina una vida humana, por lo que la comisión de un acto de eutanasia o ayuda en el suicidio está actuando en contra de la voluntad de Dios y es pecado.

La cara del señor Llongar no deja de mostrar su opinión sobre el tema, pero sigue sin intervenir. Íñigo cierra el tema.

—No llegamos a un acuerdo, con la ilusión que me hacía a mí daros un poco de matarratas.

Todos ríen y Favio le mira.

—Y nosotros a ti. ¿Qué marca prefieres?

Eloy levanta la voz.

—¿Cuándo votamos?

Jacinto no ha intervenido y se lo reprochan.

—Yo soy un poeta, y la muerte es mi compañera en las poesías, pero diría más, convivo con ella y ella decidirá cuando escribiremos la última poesía.

Nadie reacciona.

 

 

La música de un solo de violoncello me vuelve a la realidad. No identifico que composición es, pero su sonido me entristece.

El señor Llongar pide la cuenta a Juan. Mientras le traen la cuenta observa despacio todas las mesas. Al llegar a la mía me mira con una sonrisa abierta y cariñosa. Me sorprende porque sus últimos gestos eran de mucha tristeza.

Cuando Juan le trae la cuenta y el datáfono, le gasta una broma:

—Hoy pensaba irme sin pagar.

—No sería un problema, ni el primero en irse sin pagar.

—Incluye la cuenta de la señorita.

—Lo pensaba hacer.

Mi negativa no sirve para nada.

—Por favor, acércame mi bolso, también llamado mariconera, si quieres que te pague.

Juan coge el bolso. Su rostro cambia bruscamente, palidece y se queda inmóvil. El señor Llongar extiende su mano para coger el bolso. Juan da varios pasos hacia atrás alejándose del señor Llongar. No quiere darle el bolso. No entiendo lo que pasa, me inquieta lo que veo. Me pregunto qué le pasa a Juan, mi primera intención es hablar con él. La situación me tiene como una estatua en mi silla, no soy capaz de mover un brazo.

—Vamos Juan, dame el bolso, ¿qué te pasa?

—No se lo doy.

Llongar grita con un tremendo enfado.

—Dámelo.

Me sorprende su exigencia, no es la imagen que tengo de él.

Le tiene que quitar el bolso de las manos. Saca la tarjeta y le paga. Vuelve a meter la mano en el bolso. En ese momento Juan mueve las piernas con pequeños saltos que muestran su nerviosismo. Me mira como pidiéndome ayuda. El señor Llongar saca unos billetes y deja una buena propina sobre la mesa. Juan se relaja y coge rápidamente la chaqueta de la silla e intenta ayudarle a ponérsela.

—No Juan, voy a ir un momento a los servicios. La cerveza pide salida.

El señor Llongar se levanta y camina hacia los servicios. Juan extiende un brazo como intentando detenerle y cogerle el bolso, pero su brazo se queda en el aire.

Me levanto y me pongo al lado de Juan.

De pronto el señor Llongar se para y se gira hacia Juan.

—Juan, ¿tú sabes si existe Dios?

—Claro, ¡cómo no va a existir!

Continúa hacia los servicios. Le oigo murmurar:

—Si es así, ¡qué solo debe estar!

Juan mantiene apretada la chaqueta contra su pecho. Se queda inmóvil mirando hacia los servicios. Estoy desconcertada. No se qué pasa. Miro a Juan pidiendo una explicación, pero…

El sonido fuerte y rotundo de un disparo que viene de los servicios silencia todas las conversaciones del restaurante.

El solo de violoncello, que tiene el gusto de poner el restaurante, se hace más sonoro y me invade totalmente. Juan se queda con la chaqueta contra su pecho, mirando hacia la puerta de los servicios. Noto que se me humedecen los ojos, me abrazo a Juan.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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