Mi hija, muy animosa, empieza a leer el Quijote.
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor…”
—Ana, ¿te vienes a Carrefour?
—No mamá, prefiero leer EL QUIJOTE.
Los viernes por la tarde voy al hipermercado. Prefiero ir sola, aunque algunas veces me acompaña mi hija. Nunca dejo que vengan conmigo ni mi hijo ni mi marido, siempre quejándose por la duración de la compra y teniéndoles que vigilar para que no me llenen el carro con sus caprichos. Las tardes de los viernes en el hipermercado me las tomo como un descanso y una distracción, caminando por los pasillos despacio, buscando los productos de mi lista y también mirando novedades en las estanterías.
En eso estoy, con una botella de agua de Vichy en las manos, cuando un silbido agudo me deja petrificada, pero después de unos momentos mi cara sonríe de alegría.
—¡Está aquí! ¡Me ha visto! ¡Me busca desesperadamente!
Mis pies, sin preocuparse por los cristales de la botella rota, me llevan hacia el pasillo central, lo busco y lo puedo ver en la zona de las frutas, mirando para todos los lados.
Pero mi mente ya está muy lejos de aquí.
Nosotros vamos todos los veranos al pueblo de El Campello en Alicante. Una tarde, a esa hora llamada mágica por los fotógrafos: cuando la luz natural se apaga poco apoco y se encienden las luces artificiales de farolas…, bajé a caminar por el paseo marítimo. Disfruté, como siempre, viendo los azules del cielo y del mar irse fusionando poco a poco hasta llegar a un único azul oscuro, que después pierde su encanto pasando al negro.
Estaba mirando al mar cuando un silbido agudo sonó no muy lejos de mí y me volví instintivamente. Un hombre, muy cerca de mí, me miraba sonriendo. No pude evitarlo, le miré con desprecio de arriba abajo y de abajo a arriba y le solté un imbécil directo a su cara.
Continué mi paseo hacia el puerto, pero al llegar al Monumento al Pescador me paré, el incidente me había dejado un gran malestar, y me fui a casa. No podía evitarlo: empecé a analizar lo sucedido. Desde luego el silbido no era un silbido habitual y pude comprobarlo rápidamente. El paseo marítimo de Campello se llena de personas que pasean a sus perros y como era frecuente el boxer de un vecino vino rápido hacia mí, me estaba oliendo los zapatos cuando mi vecino le llamó con un silbido. Nunca había prestado atención a los silbidos a los perros, pero en esta ocasión puse toda mi atención para escuchar un segundo silbido a Don, que así se llama el perro de mi vecino, y pude comprobar, he de reconocer con cierta alegría, que no tenía ningún parecido con el silbido de aquel imbécil.
Caminaba con mucha lentitud, deseando tener todo lo sucedido muy pensado antes de llegar a casa. Desde luego aquel hombre era muy alto, me sacaba la cabeza, y recordaba el esfuerzo que tuve que hacer para poder insultarle porque su sonrisa, esa sonrisa que los dioses solo dan a algunas personas, me lo impedía. También me vino a la mente su cuerpo fornido y su cabeza afeitada.
A la hora mágica del día siguiente me puse los zapatos que tenían el tacón más alto y me fui a pasear, sí a pasear con tacones altos. Cerca del Monumento al Pescador volví a mirar los azules del cielo y del mar, lo hacia habitualmente, pero en esta ocasión muy conscientemente o inconscientemente, no lo sé. Pronto oí un silbido largo con tonos graves y muy bajito cerca de mí. No me di la vuelta y seguí mirando los azules, esperando inquieta algo que no sabía que podía ser, sintiendo como su cuerpo se acercaba a mí. Me quedé quieta sin saber que hacer y su voz sonó grave y acogedora: “No hay atardeceres más bonitos que los de Campello, sus azules te hipnotizan y no puedes dejar de mirarlos”. Asentí con la cabeza, seducida por su voz erótica, por lo menos a mí me lo parecía, que su acento canario la embellecía.
El tercer silbido lo oí al atardecer del día siguiente, al bajarme del coche en el aparcamiento del hotel MontíbolI. Oí un silbido, miré hacia la terraza de una habitación y allí estaba él lanzándome su sonrisa. Cuando se metió en el interior de la habitación, yo aceleré mis pasos hacia la puerta de entrada del hotel.
Salimos a la terraza para ver nuestros azules y cuando éstos desaparecieron convertidos en negros, él me levantó en brazos y me dejó sobre la cama.
Él conseguía que hiciéramos juntos cada subida a la cima de la montaña de Eros y la coronaba con un silbido agudo y fuerte, que provocaba en mi una gran sonrisa y un cierto orgullo personal. Las bajadas las hacíamos por laderas llenas de matices, que él sabía prolongar colocando su cara sobre la mía, silbándome al oído sonidos graves que yo sentía llenos de cariño.
Pude comprender que expresaba sus sentimientos con silbidos y no con palabras.
Al entrar los primeros rayos de sol y alumbrar nuestros cuerpos, él me levantó en sus brazos y me llevó a la terraza. Pude ver nuestros cuerpos desnudos, enrojecidos por el sol, reflejados en el cristal de la puerta. Ya en la terraza, se puso mirando al sol y silbó con toda su fuerza. Lo sentí como una muestra de satisfacción, pero me preocupó porque también podía ser de despedida.
Un segundo silbido me hace levantar la mano para indicarle donde me encuentro, siento una rabia tremenda al pensar que otras personas puedan participar de su medio de comunicación, que yo siento como solo mío.
Detrás de él una mujer joven y con una voz llena de alegría le grita: “Estoy aquí”.
Lo veo alejarse empujando el carro, con la joven agarrada fuertemente a su brazo. De pronto me doy cuenta de que yo sigo con la mano levantada.
La gente pasa a mi lado sin prestarme atención, pero siento que todos clavan su mirada en mi mano. La
bajo deprisa, muy deprisa y despacio, muy despacio, me lleno de tristeza.
Deja un comentario