Jefe, el indigente tiene clavado un puñal en el corazón

 ELÍAS LLAMAZARES DE LA PUENTE  R9

 

    JEFE, EL INDIGENTE TIENE CLAVADO UN PUÑAL EN EL CORAZÓN

 

    Me despierta la sirena de una ambulancia. Con los ojos bien abiertos espero a que pase de largo para volverme a dormir, pero es en vano; su sonido se hace insoportable a estas horas de la noche. La ambulancia para cerca de mi balcón. A mi mente vienen recuerdos de las muchas sirenas de coches policías y también de ambulancias, que durante mi vida profesional en la Guardia Civil he tenido que soportar.

Una voz aguda rompe mis recuerdos.

—Capitán, han matado a El Legionario.

Reconozco la voz de La Lagartija, me levanto y voy al balcón todo lo rápido que  mi rodilla derecha me permite. Un disparo de un narcotraficante me dejó este recuerdo: “Capitán, para que no se olvide de mí” y acercó su pistola a mi rodilla, el sonido del disparo y sus consecuencias ya forman parte de mi vida.

La voz de La Lagartija es cada vez más fuerte.

—CAPITÁN

Abro el ventanal.

—Han matado a El Legionario.

—Ya bajo, pero deja de gritar.

Voy al centro de la Plaza Benavente, dos coches policías y la ambulancia rodean un bulto en el suelo. Las luces intermitentes azules y amarillas de los coches, dan más la sensación de fiesta que de un momento triste. No necesito identificarme: los policías son los habituales de la Plaza y alrededores y me conocen. Frecuentemente tenemos charlas, cuando bajo a sentarme en uno de los bancos de la Plaza, cambiamos impresiones de todo lo que ocurre en esta zona de Madrid. Me siento muy respetado por ellos, a mi edad y con mi soledad, me dan ánimos para acabar con esos días que no tienen fin.

Uno de los policías levanta la lona que cubre el cuerpo del muerto.

—Capitán, ¿lo conoce?

—Sí, es El Legionario, un indigente habitual de la Plaza. No me extraña que lo mataran, tenía muy mal carácter y muchos enemigos aquí y en la Plaza Mayor, donde vivió un tiempo hasta que lo echaron. Realmente no era legionario, intentó entrar en la Legión y fue rechazado, pero él decía que lo era y de hecho vestía como si lo fuera.

—Yo estaba seguro de que era él, pero prefería que usted me lo confirmara.

La cabeza de El Legionario reposa sobre un bordillo que delimita una zona ajardinada, que a su vez rodea una escultura que el Ayuntamiento de Madrid levantó para embellecer la Plaza. El Ayuntamiento también dijo que era una escultura que le debía a los indigentes para dignificarlos. La imagen de la Plaza estaba y está muy deteriorada con los mendigos, que son muchos, también por las putas, que no son menos numerosas. La escultura y su jardín ha mejorado muy poco la Plaza. Algunos indigentes que ocupaban el centro, se distribuyen ahora por varias zonas de la Plaza, con el consabido disgusto por el cambio. Las putas se sitúan en la zona próxima a la calle De la Cruz y a mi casa, donde se ha venido el grupo de La Lagartija. Esto ocasiona frecuentes peleas.

Veo que un hilo de sangre sale de su cabeza, pero no es la causa de la muerte; tiene clavado un puñal en el corazón. Los profesionales del Samur solo han podido certificar su muerte.

Un coche negro y viejo para cerca de nosotros y salen de él un hombre bajito y regordete, su voz es inconfundible y por eso su apodo. Detrás de él un larguirucho y desgarbado joven, cuyo apodo le viene de canturrear la canción de Julio Iglesias en cualquier momento y lugar. Son El Isbert y El Gwendoline, policías del grupo de la Policía Científica, pertenecientes a la Comisaría Centro y, por lo que veo, asignados a este caso. Nos saludamos.

—Hola Gutiérrez, ¿Cómo te va la rodilla?

—Bien, Isbert ¿Cuándo te vas a jubilar?

Mientras cambiamos bromas y recuerdos entre Isbert y yo, Gwendoline da vueltas alrededor del cadáver  canturreando.

—Jefe, tiene clavado un puñal en el corazón.

Isbert no hace caso de la observación de Gwendoline, ya lo había visto. Me mira.

—Tú conoces muy bien esta Plaza y a sus gentes, desde que te jubilaron vives aquí. Tu ayuda nos vendría muy bien.

—Cuenta con ella, para mí será un placer colaborar contigo.

—Gracias, estaba seguro de tu ayuda. No lo puedes evitar, lo llevas en la sangre.

—Me voy a mi casa, me duele la rodilla. Como ya sabéis, buscad huellas en su ropa y sobre todo en el puñal y hacerlo pronto, antes de que venga el juez y borre todas las huellas, si es que el Samur ha dejado alguna. Lo antes que podáis buscad entre los indigentes, que alguno tendrá sangre en sus ropas.

—Capitán Gutiérrez, ¿Por qué entre los indigentes? ¿Cierra la investigación solo entre ellos?

—Gwendoline, cuando tengas mis años y mi experiencia, te darás cuenta de la importancia del olfato perruno que se adquiere con muchos años de trabajo.

Amanece, los primeros rayos de sol entran en la Plaza por la Calle Atocha. Los sin techo han desaparecido, solo veo a La Lagartija que se esconde detrás del ascensor del aparcamiento. Cuando me ve solo, se acerca a mí.

—Capitán, ¿lo ayudo? Apóyese en mi hombro.

—Gracias Lagartija, con las prisas olvidé coger mi bastón.

Caminamos en silencio, al llegar al portal intento despedirme pero no es posible.

Lo ayudo a subir las escaleras.

Aun así, subir tres pisos se me hace doloroso. Vivo en una casa antigua del último edificio de la Calle Carretas, en la acera impar, con vistas a la Plaza Benavente, ésta y sus alrededores han sido mi barrio. Nací en la Calle Núñez de Arce y me bautizaron en la iglesia de San Sebastián, mi infancia y juventud se desarrollaron en este barrio. He vuelto aquí después de mi jubilación y de mi divorcio; mi mujer no podía soportar mi trabajo y la entendí, mis hijos han volado muy lejos de mí: el chico a Alemania y la chica a Almería.

—Lagartija, a media tarde bajaré a tomar un chocolate con churros, si estás por aquí te invito.

—Capitán no puedo aceptarlo, ¿qué dirían de usted?

—Bueno, luego te veo.

 

 

 

Entro en casa y me voy directo a la cama. Diamantina, mi asistenta, viene todas las tardes porque no puede venir por las mañanas. El dolor de la rodilla me incapacita incluso para prepararme un café. Intento dormir pero mi mente empieza a dar vueltas sobre el muerto y sus compañeros indigentes. No tengo dudas de que el asesino sea otro indigente, quizás del grupo que comparten con él esta parte de la Plaza, o de otros grupos que conviven por aquí e incluso de los habituales de la Plaza Mayor. El Legionario necesitaba buscar pelea y cuando no la encontraba en la Plaza Benavente se iba a buscarla a la Plaza Mayor. Tenía enemigos por todos los rincones.

Recuerdo su pelea en las puertas del Teatro Calderón: La Comunidad de Madrid había montado un festival sobre las zarzuelas que se desarrollan en Madrid. El indigente, que llaman El Zapatos Limpios, se fue a la puerta del teatro para mendigar unas monedas. Los guardaespaldas de los políticos que asistían al festival intentaron echarlo amablemente, pero ante su negativa lo echaron a empujones. El Legionario que vio la escena no tardó en salir en defensa de su compañero, no sé si esa era su intención o pensó que era la pelea ideal. Al grito de “a mi amigo no lo empujáis” empezó a golpear a todos los gorilas que vestían de oscuro. Cada vez que una persona del servicio de seguridad le ponía la mano encima éste acababa en el suelo, sus gritos eran rotundos y llenaba de cazalla la cara de sus contrincantes. Los policías municipales se lo llevaron. Pasó la noche en los calabozos y al amanecer del día siguiente ya estaba en la Plaza, orgulloso de su hazaña. El Legionario era así: Igual defendía a sus compañeros de calle, como tenía tremendas discusiones con ellos, que con frecuencias podían acabar con agresiones físicas; era muy temido en la Plaza.

    Siempre se mantuvo alejado de mí.

 

 

 

Cuando llega Diamantina se asusta al verme en la cama.

—Son las cinco y está en la cama. ¿No se encuentra bien?

—Si, estoy bien, solo descansando un poco.

—Ya sé lo que le pasa. Me han dicho que esta noche ha habido un muerto en una pelea entre indigentes. Seguro que usted ha estado toda la noche en la Plaza. Así está tan cansado que no se puede ni mover. Ya le he dicho que está jubilado y que ya no es guardia civil, un día acabará mal por meterse donde no lo llaman.

—Diamantina, nunca se deja de ser guardia civil.

—Le prepararé algo de comer y se lo traeré a la cama.

—Ni hablar, me levanto ahora mismo.

Después de comer bajo a la terraza que tengo cerca de mi balcón. El grupo de indigentes, que viven cerca del ascensor del aparcamiento, están reunidos hablando muy bajo, pero me llegan sus comentarios. La muerte de El Legionario les tiene preocupados por si podría tener consecuencias para ellos. Llamo a La Lagartija, todos la miran sorprendidos y, aunque todos me conocen, no deja de llamarles la atención. La mujer mira a todos como pidiendo permiso, con la mano la hago gestos para que se acerque. Lentamente se aproxima mirando cada tres pasos a sus compañeros. Se queda inmóvil de pie delante de mí.

—Siéntate y toma algo conmigo.

—No Capitán, no me dejan sentarme en las mesas de la terraza, si nos acercamos los indigentes ese tío grandullón nos echa sin miramientos. Solo estaré un momento, estoy muy bien de pie. El negrazo me está mirando.

—No me hagas levantarme para sentarte.

La Lagartija entiende que mi enfado va subiendo de nivel. Se sienta murmurando.

—Bueno, yo hago lo que usted me dice, las consecuencias serán para usted.

Llamo al camarero, cuando llega mira a La Lagartija con gesto de disgusto.

—A mí me trae una taza de chocolate y media ración de churros.

—¿Tú que quieres?

—Nada, muchas gracias.

Dirigiéndome al camarero.

Lo mismo para la señora.

La Lagartija eleva sus hombros, mientras pone una sonrisa provocadora al camarero, contenta por el tratamiento de señora y por estar sentada a la mesa prohibida.

Se hace un silencio y a mi mente viene la historia desgraciada de esta mujer, que me contó ya hace unos años: “Me vine a Madrid desde un pueblo de La Mancha buscando trabajo y realizar mis ilusiones artísticas. Mis primeros pasos fueron equivocados, unos amigos de una amiga me introdujeron en el mundo de la droga, me lie con otro drogata que me daba palizas con demasiada frecuencia, y preferí irme a dormir a la calle.

    Buscaba cajeros donde pasar las noches frías, pero una noche dos jóvenes entraron a orinar y al verme me insultaron, se mearon encima de mí y luego me tiraron cerillas encendidas. Salí como pude a pedir socorro. Los policías me llevaron a un piso compartido, pero no lo pude soportar. La convivencia en la calle es dura pero prefiero seguir así. Me siento libre. Como usted habrá visto bebo demasiado y sé que el alcohol es malo y que te hunde cada vez más, pero también te ayuda a soportar el día a día.”

—Capitán, esta mañana han estado por aquí los dos policías con los que usted hablaba ayer.

—¿El Isbert y El Gwuendoline?

—Sí, los mismos. Ya los conocemos. El policía mayor nos preguntó sobre la muerte de El Legionario a todos, uno a uno. Mientras el larguirucho revisaba todos nuestros carros: sacaba la ropa, los cartones y los plásticos, todo lo miraba y lo remiraba, Nos dejó los carros vacíos y  todo por el suelo. El muy cabrón. En todo el tiempo no dejó de canturrear la canción del Julito. No encontró nada de lo que buscaba porque miró a su jefe y movió la cabeza en sentido negativo.

—Ahora tendréis más tranquilidad, El Legionario os ponía de los nervios a todos.

—Se metía con todos, pero no era mala persona.

—¿Cómo dices?

—Sí, teníamos la tranquilidad que su presencia nos daba, ante las agresiones de los cabrones que venían a darnos palizas solo por ser indigentes. Si alguien se acercaba con esas intenciones, El Legionario se levantaba con un gran palo en la mano y al grito de  “¿Qué queréis?”, su voz ronca y su aliento de cazalla los alejaba rápido.

—¿Cómo han aceptado su muerte tus compañeros?

—El Pañuelos y El Al Capone con indiferencia, El Zapatos Limpios con pena porque es muy buena persona, El Gitanillo con alegría y El Romay con más alegría. Cada uno tiene sus motivos. Pienso que algunos disimulan pero en el fondo todos se alegran.

-—¿Y tú?

—No sé cómo decirlo, cuando vives tanto tiempo en la calle sufres muchos disgustos, siendo mujer las violaciones son frecuentes y las aceptas como un mal menor. El Legionario no permitió que otros me violaran y consentí  solo follar con él. Sentía cierta seguridad, él me defendía. La cosa cambió cuando El Romay se incorporó al grupo, es un rumano de dos metros de altura, que en una ocasión en que El Legionario me pidió follar y yo no estaba dispuesta, le retorció un brazo y lo amenazó con que lo mataría si volvía a abusar de mí, no volvimos a follar. El Romay nunca me tocó.

—No solo El Romay lo amenazó con matarlo. En peleas que tuvo con El Pañuelos y El Al Capone, que yo presencié desde mi balcón, prometieron matarlo. Por cierto, ¿Cuánto tiempo lleva El Romay con vosotros?

—Con certeza no lo sé, pero su estancia no es continua, desaparece y aparece sin dar explicaciones. Cuando le preguntamos que dónde ha estado contesta de mala manera: “métete en tus cosas, gilipollas”. Yo guardo su carro con sus plásticos y cartones. Cuando vuelve, me mira fijamente y me pregunta si he tenido problemas, le contesto que no y me responde: ” bien, bien”. Me da una buena propina y poniendo su dedo índice sobre sus labios me indica que chitón.

La Lagartija come los churros con pequeños bocados, la veo hacer esfuerzos para comer con la boca cerrada, a cada sorbo de chocolate se le alegran los ojos.  Miro el reloj, ya es la hora habitual de subirme a casa para aburrirme con la televisión.

—Gracias Lagartija por tu compañía, me subo a casa. Antes te quiero hacer una pregunta, que no estás obligada a contestarme. ¿Quién mató a El  Legionario?

Nada más hecha la pregunta me arrepiento de haber abusado de su confianza, ahora preferiría no haberla hecho. Ella se da cuenta de mi incomodidad.

—No se preocupe Capitán, nunca se lo diría si lo supiera. Usted no puede olvidar su antiguo trabajo, lo entiendo.

La Lagartija hace un gesto como para ayudarme a ponerme de pie.

—No, hoy no es necesario. Cuídate.

—Gracias Capitán, descanse.

Mira al suelo y con una voz suave.

—Yo no estuve en el corro.

 

 

 

A la mañana siguiente me levanto sobre las 9:30, he dormido bien y tengo ganas de volver al caso de El Legionario. Recuerdo la frase de La Lagartija: ”Yo no estuve en el corro”, me pregunto qué me quiso decir. Sobre una pizarra negra que tengo apoyada en un trípode, voy colocando los nombres de todos los indigentes, El Legionario arriba y los demás en una línea más abajo. El timbre del teléfono me saca de mis elucubraciones. La voz de Isbert, que recuerda al actor, suena débil.

—Claro que podéis venir, no me voy a mover de casa.

Este caso le debía importar muy poco al Comisario, seguro que pensó que la muerte había sido consecuencia de una pelea entre mendigos: “sin más repercusiones y así un pobre menos”. Dar este caso a Isbert y a su inseparable  Gwendoline, que son lentos y torpes, apoya esta idea. Su especialidad son los carteristas y los trileros de la zona.  No tardan en llegar, pienso que estaban en el portal.

—¿Qué novedades tenéis?

Isbert y yo nos sentamos en sendos sillones muy juntos, obligados por la pequeñez del salón, lo que no impide que Gwendoline se mueva por la estancia con sus andares tan característicos: se mueve en zigzag y sin saber cuál de sus largas y huesudas  piernas mueve primero, nunca sé si va hacia la derecha o hacia la izquierda. Mira la pizarra con atención. Isbert le hace un gesto a su compañero para que empiece a hablar.

—Capitán Gutiérrez, hemos sacado algunas conclusiones: primero, el puñal no tiene huellas.

—¡Cómo es posible que no tenga huellas!

Isbert confirma la información de Gwendoline con un movimiento afirmativo de su cabeza. Me mira.

—Gutiérrez, el laboratorio del teniente Rosas no ha encontrado huellas.

—Las habrán limpiado después, pero lo veo difícil al estar clavado en el corazón cuando yo llegué.

—El puñal tampoco tiene restos de productos de limpieza.

—Claro, hay que buscar guantes con restos de sangre en todas las papeleras de la zona, ya se tenía que haber hecho Isbert.

—Al Comisario le pedí que nos asignara dos policías novatos, su contestación fue.

— Vosotros tenéis suficiente experiencia para resolver el caso, que por otro lado no es nada complicado.

Isbert le hace un gesto a su compañero para que continúe la conversación, que interpreto como una orden, que éste acepta asintiendo.

—Capitán Gutiérrez, punto dos. El doctor Reinosa, que le ha hecho la autopsia, nos ha explicado con todo detalle que el asesino es diestro. Se basa en la trayectoria del puñal hasta el corazón. Asegura que el asesino y el muerto estaban frente a frente como retándose, muy cerca uno del otro. El puñal entró hasta la empuñadura.

Miro a Isbert que escucha atentamente nuestra conversación.

—Gwendoline, esto nos dice que lo mató con mucho odio. Habría cuentas pendientes entre ambos desde hace ya tiempo y no nuevas. El odio no es instantáneo, va creciendo con el tiempo.

Me levanto y me dirijo hacia la pizarra.

—Tenemos que aprovechar estas informaciones: el asesino es diestro y el asesino lo odiaba a muerte.

Voy marcando en la pizarra los nombres de los indigentes de su grupo.

—El Pañuelos ha sido el último en incorporarse al grupo, llevará unos 8 meses; El Al Capone, El Gitanillo y  El Zapatos Limpios son habituales desde hace mucho; El Romay lleva tiempo también pero desaparece con frecuencia. Bueno, falta La Lagartija pero creo que la podemos descartar. No me cabe duda de que el asesino es uno de estos cinco.

—Capitán Gutiérrez, solo podemos pensar que estará entre los que son diestros, que sea de los más antiguos es solo una posibilidad ¿Cómo está tan seguro de que esté en este grupo y por qué no un sicario?

—Gwendoline, si hubiera un sicario, no me cabe la menor duda de que sería un miembro del grupo, porque ellos fueron los que formaron el corro. ¿Quién de ellos tiene dinero para pagar a un compañero para que mate a El Legionario? El Legionario ha tenido enfrentamientos con indigentes de la Plaza Mayor y también con los de la Plaza Santa Ana, pero han sido puntuales, no generan odio. El ensañamiento con el que lo han matado, con el puñal clavado hasta la empuñadura, ha nacido de peleas continuas, de los roces que da el convivir y del odio que se va generando.

No soporto el movimiento constante de El Gwemdoline y su canturreo. A este tío no lo aguanto, mis nervios están a punto de saltar…y le grito.

—Gwendoline, siéntate y no te muevas. ¡Cojona!

Me acerco al ventanal y señalo con el índice de la mano derecha al grupo.

—Ahí tenéis al asesino, no lo dudéis. Ahí es donde tenéis que investigar. Todos lo odiaban pero poco vais a sacar por aquí. No os contarán nada, pero alguno puede cometer un fallo, por pequeño que sea y lo podéis aprovechar. Hay que conocer la relación de cada uno con El Legionario. Hablad con ellos y lo añadiremos a lo que yo sé.

—Gutiérrez, pero no debemos olvidar que lo ha matado un diestro, por lo tanto, debemos anular a los zurdos y los tacharemos de la pizarra

—De acuerdo Isbert, desde mi ventanal observaré quien es zurdo. Hasta ahora no había reparado en este detalle.

 

 

—Gutiérrez te dejamos, ¿Te vienes a comer con nosotros?

—Gracias, pero no es bueno que me vean con vosotros, desconfiarían de mí.

—Gutiérrez, con motivo de la escultura, ¿hubo muchos enfrentamientos entre estos menesterosos con la Policía Local?

—Sí, Isbert. Hubo, hay y habrá. La próxima vez que nos veamos te cuento los motivos de los enfrentamientos.

 

 

 

    Cuando se han ido voy a la cocina a prepararme algo para comer, no me apetece bajar, abro el armario para ver qué encuentro. Una lata de garbanzos con callos me alegra los ojos y me alegrará el estómago. Para “compensar”, de postre me comeré un flan con nata. Después de comer me iré al sofá, para dormirme bien pondré La2, pues sus documentales de animales son los mejores para un ratito de siesta.

Los gritos de La Lagartija y de El Zapatos Limpios me despiertan. Como siempre La Lagartija le incordia y él, que no puede soportar a las mujeres, la insulta  llamándola: ”puta y requeteputa”  y la amenaza con rajarla. A ella los insultos la dan igual pero contesta: ”maricón y requetemaricón”, para incordiarlo más.

   Recuerdo que hace unos meses, una tarde de temperatura agradable, yo estaba sentado en un banco un poco alejado del grupo; El Zapatos Limpios se acercó y me pidió permiso para sentarse a mi lado.

   —Capitán, necesito hablar con alguien y usted me inspira confianza. Mi historia no se la he contado a nadie y no la soporto más, tengo que echarla, ¿Me comprende?

   —Claro que te comprendo, todos tenemos historias pegadas al corazón que duelen.

   —Una mañana en mi oficina nos desalojaron porque había un aviso de bomba y nos pidieron que volviéramos por la tarde. Me fui a casa y encontré a mi mujer desnuda en nuestra cama.

   Zapatos Limpios hace un silencio, le cuesta seguir.

  Debajo del cuerpo desnudo del portero.

   Hace un silencio tapándose la cara, sus piernas vibran sin ritmo.

   —Me quedé paralizado en la puerta del dormitorio. Mi mujer me gritó: ”fuera, lárgate”. Capitán, deseaba morirme, fui al salón, abrí la puerta de la terraza, me acerqué a la barandilla y miré a la acera: pasaba mucha gente y no me tiré. Creo que sin gente tampoco me hubiera tirado. Salí corriendo de la casa y no he vuelto, desde entonces vivo en esta Plaza.

—Poco te puedo decir, olvidarlo te será difícil, pero debes intentarlo.

   —Solo lo olvido cuando estoy borracho, la bebida me ayuda a olvidar.

  —-Hay otra posibilidad para olvidar: trabajar y trabajar. Cuantas más horas dediques al trabajo, mejor. 

   —No he vuelto por el trabajo que tenía.

   —Búscate otro.

   —Dónde lo voy a encontrar con mi pinta de alcohólico.

   —No bebas, deja el vino.

   —No puedo ni quiero, yo le hablo a la botella como a una compañera fiel, ella no me engaña y me escucha, claro que me escucha, aunque usted no me crea y además no me hace preguntas.

  —Zapatos Limpios, en la calle la vida es muy dura para vosotros, el compañerismo no existe. Los peligros que corréis son frecuentes.

   —Aquí el peligro es El Legionario, que nos hace la vida imposible. A mí me quita el dinero que consigo mendigando en las puertas del Teatro Calderón, si escondo el dinero y no le doy nada, me gano una paliza. No puedo seguir así, con paliza tras paliza.

  Se pone de pie, me mira fijamente.

   —Siempre pienso que una noche, cuando se duerma con una borrachera tremenda, lo mataré o cuando se presente la mejor ocasión, incluso a la luz del día. Me dan igual las consecuencias.

  El Zapatos Limpios se va, dejándome un tremendo malestar.

Hoy lo he recodado con tristeza.

 

 

 

He desayunado y quiero dar un paseo por la Plaza. En cada revisión en el Centro de Salud, la médico siempre me dice lo mismo: “tienes que hacer ejercicio, por lo menos andar, no me vale la disculpa de la rodilla. Te sobran 15 kilos y ese sobrepeso es malo para la articulación”.

Voy hacía el edificio  de la Dirección General del Tesoro, para charlar un poco con los guardias civiles que están en la puerta. Veo, desde lejos, al teniente Mora, cómo no verlo si mide casi dos metros; me alegra encontrarme con él.

   Camino despacio, recordando nuestros trabajos juntos. Muchas veces pienso que merece la pena llegar a estas edades y con los achaques, aunque solo sea para recordar vivencias. A mí me deja de doler la rodilla.

   Fue mi hombre de mayor confianza en la lucha contra el narcotráfico. Cómo no recordar el abordaje a un barco carguero con cocaína y heroína cerca de las Islas Canarias. Había distribuido a mis hombres por nuestra lancha para tener bloqueada cualquier acción de los traficantes. Me disponía a saltar al barco de los narcos cuando sentí una mano que me cogía del brazo.

   —No Capitán, salto yo que tengo las piernas más largas que la suyas.

   —No, salto yo y es una orden, cúbrame.

   Y salté. Mora disparaba con su metralleta al aire para asustar a los delicuentess, pero cuando vio que uno de ellos salía de la cabina, y que me apuntaba con su pistola, lo disparó a las piernas. Cayó pegando gritos pero aún desde el suelo levantó su brazo derecho y lo estiró apuntándome. Mora con rapidez lo disparó a la cabeza, que se desplomó contra el suelo de la barcaza, la pistola del narco cayó al mar. Mora me miró con una frialdad tremenda, sin dar importancia a su actuación, como si yo no supiera que había estado a punto de morir y que me había salvado la vida. Levantó su pulgar hacia arriba con una sonrisa. Incautamos tres toneladas de cocaína y una de heroína, detuvimos a once integrantes de la banda.

   Solo discutíamos cuando hablábamos de política. Lo llamaba monárquico recalcitrante  y él a mí republicano rojo.

Al verme, me saludan con el saludo reglamentario.

—Buenos días, Capitán, ¿Cómo va la rodilla?

—Me deja andar, despacio, pero me deja andar.

—Capitán, ¿han detenido al asesino de El Legionario?

—Creo que no, el tema lo llevan El Isbert y El Gwendoline. ¿Visteis algo que os llamara la atención el día del asesinato?

—Yo ya me había ido, pero Rosales estuvo de guardia esa noche.

—Capitán Gutiérrez, me extrañó que estuvieran todos en una aparente buena armonía cerca de la escultura. Formaron un corro rodeándola y uno de ellos, dentro del corro, le daba vueltas mientras los otros giraban dando gritos. Como una ceremonia india. No le di importancia. Así estuvieron mucho tiempo y como hacía frío yo me metí para adentro. No puedo decirle más. Todo me pareció normal en ellos.

—Gracias Rosales, ¿No reconoció al indigente que estaba dentro del corro?

—No Capitán, creí que estaban muy bebidos y jugaban a los indios. No les presté mucha atención.

Rosales está apenado por no haber evitado el asesinato y no poder aportar pruebas.

—No se preocupe, encontraremos la solución al asesinato.

Miro al teniente Mora.

–Mora, da recuerdos a tu mujer y besos a las niñas. Me voy a casa, que la rodilla me está pidiendo el sofá.

—Se los daré. Cuídese.

Mora, lo hizo bien, ante la presión de su familia y sobre todo la de su mujer y sus niñas, dejó la lucha contra los narcos y se vino a Madrid. Yo no fui capaz de hacerlo, recordarlo me hace mucho mal.

De vuelta a casa me paro en la escultura, dicen que es un diseño abstracto. Unas chapas de acero salen desde el suelo ajardinado, que son apoyo de otras y sobre éstas otras, hasta alcanzar unos cinco metros de altura. Son de un acero que ya está oxidado, no debe de ser de buena calidad, porque lleva poco tiempo y cuando lo montaron ya estaba oxidado. La inauguración fue todo un acto político.

La alcaldesa de Madrid comenzó el acto con unas palabras, que fueron muy aplaudidas por su comitiva.

   —Madrid le debía a estas personas sin techo, una muestra de cariño y hoy se la damos, embelleciendo su hábitat y demostrándoles que apoyándonos unos con otros, como estas chapas, podemos subir alto. Es lo que ha querido decirnos el escultor Nacho Alba con esta bella escultura de chapas de acero, que se apoyan unas en otras en un intento de alcanzar el cielo. Continuó hablando hasta que los indigentes la empezaron a abuchear.

    El montaje de la escultura les supuso a los habituales de la Plaza Benavente muchas incomodidades, y llamaron a los otros para tener su apoyo en la protesta. Desde el principio estuvieron en contra, causando muchos problemas al escultor.

   En la inauguración La Lagartija, El Al Capone y El Legionario estaban en su salsa, con sus gritos: “no queremos la escultura, queremos buen vino”, “no nos gusta esta chatarra, es muy fea”. El Legionario gritó al escultor:” la destruiremos y la venderemos como chatarra” y fue muy aplaudido por sus compañeros, que lo acompañaron con un grito unánime: ”arra arra la escultura a la chatarra”. La policía los hizo callar.

  La alcaldesa  le acercó el micrófono al escultor Nacho Alba, que intentó tomar la palabra, pero fue imposible. La Policía Municipal rodeó a los políticos para protegerles. El acto terminó rápido, cuando los alborotadores dirigidos por El Legionario continuaron con sus gritos a coro: “la tiraremos, no la queremos”, “arra arra la escultura a la chatarra”.

 

   

 

    A la mañana siguiente bajo a desayunar al bar, para ver qué comentan los periódicos. El crítico del ABC dice.

—” Se trata de una obra magnífica, ya no solo por la ejecución, que es una de las obras insignes de

las vanguardias artísticas, sino que también es interesantísima por el futuro que marca a la escultura.”

El crítico del El País escribe.

—“Es geometría, con un centro perpetuamente escindido, entre la tensión y la distensión, lo sólido y lo vacuo; un centro precintado pero infinito. Y también es geografía, que determina un grito tenso y denso, que es lo mejor que nos puede pasar.”

El crítico de El Mundo comenta.

—“Es posible que se trate de una de las mejores creaciones del artista. Quizá responda a lo que el Nacgo Alba señala como el misterio de su creación;” todo emana de la misma raíz: la poesía».

El Capitán, sorprendido por las críticas, no puede evitar comentar en voz alta “la escultura debe ser muy buena porque no he entendido a los críticos”.

Se acerca al Capitán un vecino.

—Hola vecino, estás hablando solo. ¿Te enteraste del ruido que montaron ayer tus amigos?

—Hola Rocosas, ¿Te tomas un café conmigo?  ¿Cómo te va?

—Bien, bueno si quieres te cuento mis dolores, así podremos pasar la mañana.

—Tú eres ingeniero y podrás darme una explicación a una duda que tengo.

—Cómo no, encantado. Soy de Minas y Energía.

   —Va la pregunta.

—Que sea fácil, que ya estoy jubilado.

—¿Cómo es posible que el acero de la escultura esté ya oxidado?, ¿Es de mala calidad?

—No es de mala calidad, todo lo contrario. El acero de la escultura tiene un contenido de cobre suficiente para que se produzca una pequeña oxidación superficial, que crea una pátina que protege de la corrosión al resto de la chapa.

—Vale, vale. Es suficiente.

— Solo un detalle más, en España lo fabricaba la antigua Ensidesa con el nombre de Ensacor.

—¿La siderúrgica que estaba en Asturias?

—Sí, la misma. ¿Gutiérrez has visto cómo está la escultura?

—No, ¿por qué?

—Totalmente pintada, le han tirado botes de pintura e incluso hay alguna chapa torcida. Seguro que han sido tus amigos.

—Pronuncias amigos con mucha sorna. Te diré que hay indigentes con estudios superiores, aunque es verdad que muchos carecen de ellos; muy pocos tienen un trabajo y siempre es indigno; la mayoría viven de la mendicidad, muchos de ellos tienen problemas crónicos de salud, y sus condiciones de vida son muy duras, como habrás observado. Son buena gente machacada por ese ente abstracto que es la soledad. Se merecen un respeto.

—Ya, pero eso es consecuencia de no saber solucionar el problema que les trajo aquí. Vivir en la calle es una decisión equivocada.

—Rocosas, o no pudieron. Decimos que la sociedad los trata mal, y eso es esconderse individualmente detrás de la sociedad, la realidad es que personalmente los rechazamos. Cuando los veamos como personas y no como molestos mendigos les irá mejor. Una vez me dijo uno de ellos, el llamado Al Capone:” cuando eres un pobre que duerme en la calle causa más dolor la compasión que el desprecio, el desprecio es humano, la compasión es una actitud farisaica”.

-—Vaya sermón me has echado.

—Rocosas, te dejo; se ha pasado la mañana volando. Hoy me subo a comer a casa, la asistenta viene por las tardes. Voy a abrir una lata de fabada, que me encanta, y después una siesta con los monos de La2.

 

 

 

    Subiendo las escaleras oigo ruidos dentro de mi casa, me extraña porque no debería de haber nadie. Rápidamente vienen a mi mente hechos del pasado, por los que sufrí graves amenazas: “lo buscaré y lo mataré”, “la mafia non perdona, noi cercheremo te”, “los narcos tenemos sicarios en España, o acepta nuestra propuesta o dese por muerto”. Mi mano busca en el cinturón mi pistola Star 9 Largo, pero este movimiento instintivo sin resultado me recuerda que hace mucho tiempo que no la llevo conmigo, a pesar de los consejos de mis superiores.

Abro la puerta despacio con el pie derecho y me protejo con el marco, un grito me vuelve a la realidad:

—-Pase, pase no se quede en la puerta.

—¡Diamantina!, ¿Qué haces aquí a estas horas?

—Capitán, he decidido cambiar mi horario,

—Sin consultarme a mí. Además, ¿qué pasa con los horarios de tus hijos? Los dejas sin control, a su aire.

—No se preocupe por ellos, ya lo tengo solucionado. Busque otra excusa.

—Diamantina, no tan deprisa.

—Usted se levantará a las nueve, se aseará y yo vendré a las diez. Le haré un buen desayuno a base de yogurt, pan integral y mucha fruta.

Hago gestos con las manos y muevo la cabeza rechazando la propuesta, pero veo la batalla perdida.

—No he acabado. Nada de embutidos, ni de bollería industrial. Ningún alimento procesado.

—¿Y esto por qué? ¿Es un castigo? ¿No te trato bien? ¿Quieres que te suba el sueldo?

—Déjese de tonterías, lo del sueldo ya lo hablaremos en otro momento. Porque está usted muy gordo, se mueve con dificultad. Sigo con la comida, hoy le voy a cocinar unas judías verdes y un pescado a la plancha. Así de lunes a sábado, no se preocupe, no siempre haré lo mismo, cada día cambiaré el menú. Después recojo y me voy, el domingo se abre una lata de fabada pequeña con una ensalada, solo tiene que abrir una de las bolsas de ensalada  que hay en la nevera. No olvide que la lata sea pequeña.

Me asusto al ver mi cara reflejada en el televisor.

—Diamantina, sé que lo haces por mi bien, pero podríamos llegar a una solución intermedia.

—No hay acuerdo Capitán.

—¿Qué hago con todas las latas que hay en los armarios?

—Se las da a sus pobres, que ellos si pueden engordar.

Me como lo preparado por Diamantina, peruana brava que lleva muchos años trabajando en casa, haciendo un gran esfuerzo porque tiene tres hijos, nunca me habla de su marido o compañero. No me ha dicho nada de la cena. Ella recoge y se va, al salir por la puerta se gira.

—Le he dejado preparada la cena. Ensalada, solo la tiene que poner aceite y vinagre, un huevo duro, pan integral y fruta. Si no adelgaza pasaremos a no cenar, que ahora está de moda.

No puedo pegar ojo durante la siesta, me pregunto qué será de mí con los “Menús Diamantina”. Suena el teléfono.

—Sí, sube.

Abro a Isbert, viene con cara de satisfacción. Le señalo el sillón, se sienta y me mira fijamente.

—Gutiérrez, caso resuelto. Al que llaman El Pañuelos, que ha declarado que lo mató, lo tiene detenido abajo Gwendoline. He querido darte la noticia antes de llevarlo a la Comisaría.

–Vamos a ver Isbert, ¿qué pruebas tenéis?

—Se ha declarado culpable, que lo mató en un momento de ira.

—¿Y tú te crees que a un juez le será suficiente para condenarlo? Faltan pruebas que apoyen su autoinculpación.

—Después de que lo sometamos a un duro interrogatorio en la Comisaría, las tendremos.

—El Pañuelos tiene motivos para querer matarlo, desde que vino de la Plaza Mayor sus encontronazos han sido frecuentes. Pero no creo que lo matara: es zurdo. Claramente ha querido cachondearse de tu ayudante.

La cara de Isbert refleja estupefacción y vergüenza.

—Gutiérrez, sabrás perdonar nuestro fallo. No nos fijamos en ese detalle.

—Nos puede pasar a cualquier policía, pero no te disculpes, el que sea zurdo no le elimina totalmente. Es bueno que vayáis conociendo la vida de todos, sus costumbres, sus manías, sus vicios…cualquier mínimo detalle os puede llevar al asesino. Son cinco indigentes: El Zapatos Limpios, El Romay, El Al Capone, El Pañuelos y El Gitanillo.

—¿Por qué le llaman El Pañuelos?

—Como puedes comprobar va vestido con harapos sucios y rotos, pero lava sus pañuelos en la fuente del jardinillo que hay cerca del edificio de la Calle Carretas, luego los tiende en su carro orientándolo al Sol.

—¡Qué curioso!, es muy limpio.

—Un día se acercó a mi banco y me contó su historia, me extrañó porque me suele rehuir.

   Soy gallego y vivía en A Coruña, perdí mi trabajo hace unos meses, y poco después murió mi madre del disgusto, viuda desde hacía muchos años. Todo esto me llevó a una profunda depresión. Me quedé solo, soy hijo único y soltero.  Vine a Madrid y estuve vagando por la ciudad, no busqué trabajo. Acabé en la Plaza  Mayor donde me volví muy agresivo, tuve que salir después de que me dieran una paliza. Y me vine aquí, a esta Plaza. No permito que El Legionario, que es un animal, me empuje o me insulte, reacciono también empujándole y acabamos peleando, el final siempre es el mismo: yo termino por los suelos, entonces le falta poco para matarme, lo veo en sus ojos y algún día lo hará si antes no lo mato yo a él, ya tengo un plan. Mi relación con los demás está dentro de lo habitual entre nosotros.

—¿Cómo se gana la vida?

—Dibuja muy bien, pinta paisajes de la plaza y los vende. Un día El Legionario le pidió dinero, acababa de vender unos dibujos, pero El Pañuelos se negó. El Legionario lo cogió del cuello y casi lo asfixia, lo tiró al suelo, le rompió varios bocetos tirándoselos a la cara. El Pañuelos prometió matarlo.

—¿Se droga?

—Que yo sepa no, solo bebe vino.

—Seguiremos hablando.

Isbert se va. Miro por el ventanal, todos los indigentes rodean a Gwendoline y a El Pañuelos con gestos no muy cariñosos. Isbert  se mete dentro del corro, coge de la mano a Gwendoline y se van. Este mueve los brazos aprobando la actitud de su jefe, porque no cree que El Pañuelos sea el asesino.

 

 

 

 

Diamantina, con buenos modales pero enérgicos, me echa de casa.

—Capitán, hace un día muy soleado, baje a darse un paseo y déjeme limpiar.

Acepto la proposición de Diamantina, tengo que pensar para aclarar la muerte de El Legionario. Pasear por el escenario del crimen me puede dar ideas. El poco interés del Comisario y la ineficacia de la pareja Isbert y Gwendoline no dará resultados positivos.

—De acuerdo Diamantina, me voy.

—Por favor Capitán, no picotee.

Desde el portal hago una visión general de la Plaza, busco algo que me llame la atención, pero es una mañana más: autobuses en sus paradas habituales, pasajeros jóvenes que bajan rápidos y mayores que lo hacen con dificultad agarrándose a la barandilla de la puerta.

Miro con atención y poca discreción al grupo de indigentes, observo que falta El Romay, que está en una de sus ausencias misteriosas, y El Zapatos Limpios que pide en la puerta de la iglesia de San Sebastián, desde las primeras misas de la mañana. El Gitanillo calienta la guitarra y la voz, EL Pañuelos está preparando las cartulinas para sus dibujos y Al Capone continúa tumbado en sus cartones, saliendo de su borrachera de anoche. La Lagartija, siempre atenta a lo que pasa, me saluda desde su carro que vigila siempre, una vez me dijo.:

—Capitán, es lo único que tengo.

Y añadió una fuerte carcajada.

—Si lo pierdo me quedo sin nada y el capitalismo se hunde.

Cruza la calzada y se acerca para darme los buenos días.

—Lagartija, hace días que no veo a El Romay, tú cuidas sus cosas, qué sabes de él.

—Nada, cuando regresa me da unos euros y si le pregunto por dónde ha estado me contesta que cuestión de mujeres, pero yo no lo creo.

—¿Por qué no lo crees? Llevo mucho rato de pie, me voy a sentar un ratito en el banco y luego doy un paseo. Acompáñame y me cuentas tus dudas.

—Capitán, yo no soy una chivata y no quiero meterme en líos.

—¡Cómo que no quieres meterte en líos, si siempre los tienes! No hay lío en tu grupo en el que  tú no estés en medio.

Nos sentamos en un banco, La Lagartija está muy seria y me mira a los ojos, con una voz muy baja.

—Capitán, confío en usted. ¿No me creará problemas?

—Claro que no, mujer.

El Legionario unos días antes de su muerte, no estaba agresivo, se acercó a mí.

   —Lagartija, te tengo que contar una cosa sobre tu amigo El Romay, no me la puedo callar.

   —Tú me dirás.

   —Cómo te ibas tú a perder tan interesante cotilleo.

—Capitán, no me tome el pelo. Creo que le puede interesar.

—Discúlpame Lagartija, te escucho con mucha atención.

—Me contó que una noche cuando El Romay se preparaba para dormir, vio que llevaba una pistola muy grande en el cinto en la parte de la espalda. Que se hacía pasar por rumano, pero que no era verdad, que un rumano indigente de la Plaza Mayor, que lo conocía, le dijo que era un antiguo militar serbio. Entonces decidió espiarlo.

   Un día lo siguió y vio como entraba en una casa de la Calle de las Huertas, al rato salió vestido sin harapos como un turista más, me dijo que llevaba una cazadora larga hasta las rodillas, me aclaró que era para esconder la pistola. El Legionario creyó que podría ser un terrorista y se sintió obligado, por haber sido legionario y por su amor a España, a descubrir sus intenciones y que cuando lo descubriera se lo diría a usted.

—Puede ser importante lo que me acabas de contar.

—Capitán, lo curioso es que desde entonces El Legionario dejó de beber. Lo seguía todos los días y cuando faltaba se iba a la casa de la Calle de las Huertas, para ver si entraba o salía. Antes de las 9 de la noche, se iba a la tasca de la Calle de la Bolsa para ver las noticias, por si hubiera habido un atentado.

—¿Consiguió descubrir algo?

—Nunca me dijo nada sobre sus investigaciones, pero cuando regresaba me miraba con una sonrisa como diciéndome que todo iba bien. Nunca había estado tan amable con una servidora.

—Gracias Lagartija, interesante lo que me has contado, investigaré. Si sabes más cosas me lo dices. Me voy a dar un paseo.

Intentaré llegar hasta el monumento en el centro de la Plaza. El Romay siempre me ha parecido un tipo extraño, su físico no denota que pase hambre ni tampoco que esté destruido por la droga o por el alcohol. Él va por las mañanas a desayunar y por las tardes a comer un bocadillo al Comedor Ave María en la calle doctor Cortezo, como también van otros del grupo. Tampoco se le ve pedir limosna, siempre me he preguntado de dónde saca el dinero para las buenas propinas que le da a La Lagartija. Un día mantuvimos una pequeña conversación en un encuentro casual que no pudo evitar. Él siempre procura  no  mantener relaciones conmigo.

—Romay ¿Cómo te va la vida?

—Aguantando capitán, ¿cómo va su rodilla? ¿cómo se lesionó?

  —-Es una larga historia profesional. Perdona mi curiosidad, pero todos vosotros formáis parte de mis pocas preocupaciones y me intereso por mis indigentes como algunos vecinos me dicen. No te veo pedir limosna y pienso que algún ingreso tendrás.

   —Habrá observado que desaparezco unos días, un compatriota rumano me llama para hacer chapuzas, pero el cabrón me paga poco. Estoy ahorrando para volverme a  Rumanía.

   —Suerte Romay.

   No quise alargar la conversación.

Según camino pienso en El Romay, mi olfato profesional me dice que no es verdad lo que me contó hace unos días. Voy a sentarme en este banco frente a la escultura y  llamo a Isbert.

—Isbert, soy Gutiérrez.

—Ya te he reconocido. Dime, pero mejor estamos muy cerca de la Plaza y nos podemos ver en tu banco. Vamos para allá.

Tras unos cariñosos saludos y preguntas acerca de la salud, iniciamos la conversación.

—Quería hablaros sobre un indigente que se hace pasar por rumano, pero es un antiguo militar del ejército serbio.

—Sí, es el que llaman El Romay por su estatura.

—¿Ya lo sabías?

—Gwendoline tiene sus informadores dentro del hampa de este pequeño barrio, que forma la Plaza Benavente y alrededores: trileros, carteristas, pícaros, prostitutas… Él los investiga muy lentamente cuando es conveniente y ellos lo recompensan pasándole información. Así consiguió saber que El Romay era un antiguo militar serbio.

—Deberías hablar con el teniente Jacinto Cádiz de la Sección de Bandas Criminales de la Guardia Civil, para que te informe de los últimos atracos de bandas del Este.

—Ya lo ha hecho Gwendoline.

—¡Cómo!

—Sí amigo, mi ayudante tiene una vista de rayos X. Él canta la canción de Iglesias por dos motivos, según el momento: para concentrase o para distraer a los malos, como los llama, pero sus ojos trabajan. Desde las primeras entrevistas lo señaló como el principal asesino y se puso a investigar. Sus informadores se pusieron a trabajar.

—Isbert, ¡qué me dices!, ¡si queríais detener a El Pañuelos como el asesino! ¿Ahora cambiáis de idea?

—He de reconocer que la propuesta fue mía y no de Gwendoline, que la aceptó por respeto a mí, pero no estaba de acuerdo en que el asesino fuera El Pañuelos. Mi asistente confunde, pero es muy inteligente y trabajador.

— No lo dudo. ¿Y qué has conseguido Gwendoline?

—Capitán Gutiérrez, recibí informaciones de mis “amigos”. Tengo en nuestro despacho fotos pinchadas en la pared de todos sus “amigos”, un vecino fotógrafo me presto una buena cámara con un gran objetivo y fui haciendo fotos a todos. Un día cogió la foto de El Romay y fui a ver al teniente Cádiz.

Estoy muy interesado por conocer tus investigaciones. Me siento inquieto y nervioso.

—¡Vamos!, dime qué conseguiste.

—El teniente me contó que es el jefe de una banda de militares serbios que actúa en toda Europa, ahora llevan una temporada en España. No han podido detenerlos, el último atraco ha sido en una urbanización de lujo de la Comunidad Valenciana. Tienen a todos localizados, pero les faltaba el jefe. Me aseguró que ahora con nuestra información caerá.

—No, no te quites mérito, la información ha sido solo tuya, consecuente a un buen trabajo.

—Gracias jefe.

Isbert me observa la cara, que debe reflejar la sorpresa que me produce la información de Gwendoline.

—Cádiz, muy contento por ver el final, me comentó que no le ha valido su inteligente disfraz de mendigo para esconderse y que por la información recibida de la Policía Serbia saben todo de él, pero siempre se les escapaba y desaparecía.  Con mucho entusiasmo me recalcó: ”Esta vez no podrá librarse de nosotros, a pesar de que es muy precavido y no tiene el menor reparo en usar su arma”.

Es muy buena la información recibida, y me satisface. Le pongo mi brazo sobre el hombro a Gwendoline.

—Buen trabajo, gracias a ti lo detendrán. También podemos decir que El Legionario ha colaborado, le pasó información a La Lagartija. Lo que no sabemos si perdió su vida por ello.

Isbert nos matiza.

—Al esconderse entre maleantes pensó que nunca lo descubriría Cádiz y su gente, él sabía que lo buscaban desde que puso sus pies en España. El Romay, al ver que El Legionario lo vigilaba no tenía otra solución que matarlo.

—Puede ser, pero hay que conseguir pruebas.

—Tengo una pregunta, ¿es diestro?

—Sí.

—Nos vamos a comer a nuestro barucho, vente con nosotros. Seguro que no comerás brócoli.

Isbert con sorna.

—Buena comida Gutiérrez.

Son casi las dos y Diamantina me va a regañar si llego tarde para comer sus lechugas.

 

 

 

He descansado con una buena siesta y, como quiero seguir investigando, me voy a bajar a la Plaza; no estoy muy seguro de que el asesino sea El Romay. Confío que Cádiz no lo detenga pronto, para ver su comportamiento y si da un paso en falso. Veo en el centro de la Plaza a El Gitanillo cerca de las paradas de autobuses, es su sitio preferido para ganarse unas monedas tocando la guitarra y cantando flamenco. La Lagartija lo ha adoptado desde que apareció por la Plaza, es muy raro que entre los indigentes haya gitanos. Nos dan un ejemplo de grupo familiar unido, nunca abandonan a su gente.

¡Cómo me gusta escucharlo!, me voy para allá. La tarde es agradable y se puede pasear bien. Me siento en el banco más cercano a él. Al oír sus canciones veo que no se ha adaptado a su guitarra nueva, suena desafinada. Se acerca a él un hombre vestido de negro, con un sombrero de ala muy ancha, una gabardina muy larga a pesar del calor y lleva una cadena al cuello de donde cuelga el número 666, el número del diablo. No dejo de mirarlo. Se dirige al chico.

—Hola Gitanillo.

El muchacho se queda paralizado y asustado.

—¿Me dejas afinarte la guitarra? Desafinada, tus notas no llegarán al Sur. Si te la afino podré hacer que tus notas lleguen a Jerez.

EL Gitanillo asustado le da la guitarra. El hombre de negro la afina lentamente, disfrutando de lo que hace. Suena diferente, como si estuvieran tocando un conjunto de guitarras. Se la entrega al Gitanillo con una amplia sonrisa. No dice ni adiós, se va hacia la Calle de la Concepción Jerónima. El Gitanillo le grita.

—¿SEÑOR CÓMO SE LLAMA USTED?

—LUCIFER.

Miro al muchacho y él me mira a mí, como buscando una explicación que no sé darle. Lo animo a que toque la guitarra, se entusiasma con su sonido, levanta la cabeza y mira al sur. Busco con la mirada al hombre de negro, pero ya no lo veo. Ha desaparecido misteriosamente.

No puedo olvidar su bonita historia que me contó La Lagartija medio llorando.

El Gitanillo es de Jerez de la Frontera y tiene 17 años. Se enamoró de una paya de 15 años, era un amor correspondido. El padre de la paya es el señor Alcázar, un manchego de hábitos muy conservadores, que se enamoró de una andaluza de Jerez y se vino a vivir a su ciudad. Se integró tanto que lleva de alcalde varios años y nada se hace en la ciudad sin que él no lo apruebe. Cuando se enteró de la relación de su hija con El Gitanillo, amenazó a toda su familia y prometió que, si no lo hacían desaparecer de Jerez, echaría del pueblo a toda su extensa familia, buscando cualquier motivo verdadero o falso. El Gitanillo, preocupado por los problemas que ocasionaría a la familia, decidió venirse a Madrid. No pudo despedirse de su querida paya Carmela, que ya estaba temporalmente en Sevilla con unos tíos, pero según le contó una de sus hermanas: ”nada más irte la trajeron de nuevo  a Jerez”.

   Cogió su guitarra y apareció por aquí. Lo vi dar vueltas por la Plaza y no pude evitarlo, me fui a por él, lo veía tan inocente que no soportaría que alguien le hiciera daño o se aprovechara de él. Cantaba y canta muy bien siempre canciones flamencas muy tristes, que a mí me hacen llorar.

   —Una noche cuando cantaba:

        “cuando miro al Sur te veo

        cuando miro al Sur te siento

        cuando miro al Sur mi guitarra llora

        y cuando cierro los ojos

        sueño que estás aquí, a mi lado.”

   El Legionario le quitó la guitarra y la rompió contra el suelo gritando.

  — No me dejas dormi,r gitano de los cojones.

   Aquel niño se convirtió en una furia, se lanzó contra El Legionario, pero éste se deshizo de él con un puñetazo que lo tiró al suelo sangrando por la nariz. Yo le ayudé a levantarse mientras me decía ¡lo mataré!, ¡lo mataré!, yo no lo dudé sus ojos me lo decían.

   El resto de la historia ya la he vivido yo. Todas las tardes se acercan a escucharlo un grupo joven formado por tres chicas y un chico. Escuchando sus canciones, los recuerdos de un amor adolescente, que aún tiene una llamita en mi corazón, reviven en mi mente. Una tarde…

El Gitanillo se había situado en su sitio habitual, colocó su guitarra rota bien visible y cantaba su repertorio más triste. Los chicos se acercaron y mantuvieron una conversación que no pude oír, se abrazaron y se fueron.

   El Gitanillo vino a mi encuentro.

    —Capitán, me han dicho que van a montar un micromecenazgo en una web y que sacarán dinero para que me compre otra guitarra”. Su alegría se reflejaba en su cara.

    Pocos días después los chicos se sentaron en mi banco.

     —Le hemos visto muchas veces a usted aquí, escuchando al joven gitano, y queremos darles una buena noticia a los dos. Llamaron a El Gitanillo que se sentó a mi lado. Una de las chicas tomó la palabra.

   —Hemos tenido un éxito total, tenemos 1700 €, te puedes comprar una guitarra flamenca de profesional. Ha sido fácil, ha habido una aportación de 1500€ de una chica desde Jerez.

   El Gitanillo escondió la cara entre sus manos, para ocultar las lágrimas que salían de sus ojos. Una de las chicas acarició su pelo negro. Él se levantó despacio, y se quedó como una estatua mirando al Sur.

 

 

 

    Hoy no me apetece salir a caminar por la Plaza, con el permiso de Diamantina me quedo en la pequeña terraza, sentado en el sillón que me ha colocado. Miro a los indigentes que hoy están todos, también miro  la pizarra. Cualquiera de ellos puede ser el asesino, pero no tengo pruebas contundentes que pudiera admitir un juez. Miro fijamente al que llaman El Al Capone, no me había acordado de él y no sé por qué. Su nombre está en la pizarra con mis anotaciones.  El Al Capone tendría motivos suficientes para matar a El Legionario, recuerdo una discusión entre ellos.

    Hace poco más de un año tuvieron una pelea por una botella de vino, El Legionario le cruzó la cara con un cúter, desde la oreja izquierda hasta los labios. El Al Capone no quiso ir a Urgencias del Hospital para que lo curaran, temía que descubrieran su pasado del que nadie sabía nada, ni siquiera La Lagartija. La consecuencia fue una fuerte infección, que le dejó una cicatriz que le deformó la cara. Nunca dijo que mataría a El Legionario, pero todos sabían que lo haría, era cuestión de esperar la ocasión.

Al Capone es muy vengativo, no soporta bromas ni que se metan con él. Más de un compañero del grupo ha tenido que soportar sus venganzas, pero nunca llegaron a daños personales graves. Todos sabemos que en el caso de El Legionario la venganza llegaría al límite.

 

 

 

En mi cabeza siempre hay preguntas: ¿cuál es el fallo del asesino? ¿dónde ha cometido un error? Siempre hay un fallo, siempre hay un error, el problema es descubrirlo.. Me levanto y voy hacia la pizarra, frente a ella pienso mejor. Veo un rectángulo con el nombre de El Legionario dentro y cinco líneas que van desde este rectángulo a los otros cinco, con los nombres de los cinco posibles asesinos. Doy vueltas por el salón, las interrumpo cada poco mirando la pizarra.

—Por favor, siéntese y deje de dar vueltas, me está poniendo nerviosa.

—Diamantina, ya lo tengo.

—Cómo que ya lo tiene y qué es lo que tiene.

—El puñal, si el puñal.

—¿Qué puñal?

—Mira la pizarra, ¿Ves esas líneas que van desde el rectángulo de arriba a los cinco de abajo? Pues esas líneas son el puñal.

—Si son cinco serán cinco puñales.

-—No, solo una es el puñal real, los otros son ficticios porque El Legionario solo tenía una herida y no cinco.

—¡Ah!  ¿Y cuál es la línea del puñal real?

—No lo sé. Pero el puñal es lo que une al muerto con su asesino.

-—Bueno, lo dejo, que tengo mucha plancha.

Diamantina se va murmurando: “un día sus amigos de la Plaza le van a dar una paliza, le dejarán cojo de la otra pierna y a ver cómo lo cuido yo, más trabajo para mí, es muy egoísta, no me tiene en cuenta”.

Voy rápido al teléfono, quiero hablar con Isbert.

-—Isbert, tenemos que vernos.

—De acuerdo, ¿tienes algo interesante?

—No, pero sí una línea a seguir. Os invito a café en la terraza que está al lado de la escultura. Mejor dicho, de lo queda de ella.  Por favor, traed el puñal.

—Diamantina, ¿cómo está la comida?

—Pues cómo va a estar: haciéndose. Ahora me mete prisa.

—Hoy estás un poco rara, ya sé que se está haciendo, me llega un olor estupendo. Lo que te pregunto es si falta mucho porque tengo que salir.

—Es usted un pelota, cómo va a oler bien si son judías verdes cocidas. Siéntese a la mesa, que estoy acabando el refrito para que no deje nada.

 

 

 

Me siento mirando a la escultura y no tardan en llegar Isbert y Gwendoline, pedimos unos cafés y mientras los traen hablamos del tiempo. Cuando la camarera se va entro en materia directamente.

—Todos tienen suficientes motivos para haberlo matado y eso lo sabemos, pero lo que no sabemos es cuál de ellos ha cometido un error que nos lleve a poder acusarlo del crimen. Por ahora solo tenemos una unión que liga al muerto y al asesino  el puñal. Me dijisteis que no había huellas.

Isbert me lo confirma.

—Sí, no había huellas según nos dijo el teniente Rosas, al que volvimos a visitar en su laboratorio.

Gwendoline está como ausente, no participa en nuestra conversación, pero sin que yo se lo pida saca una bolsa de plástico donde está el puñal. Con sumo cuidado lo extrae de la bolsa, todo esto sin dejar de mirarme a los ojos.

—Capitán Gutiérrez, como puede comprobar está oxidado, pero la oxidación no se debe a una mala conservación en el laboratorio. El teniente Rosas nos aclaró que…

No le dejo seguir, miro el puñal y la escultura, la sorpresa queda grabada en mi cara. Murmuro: ¡Cómo es posible! es el mismo acero”.

—Sí Gutiérrez, es el mismo acero y los Talleres Laciana, que construyeron la escultura han hecho el puñal.

—¿Cómo lo sabéis?

—Cuéntaselo Gwendoline.

—Capitán Gutiérrez, ya que el puñal no tenía huellas, ni etiquetas, ni grabaciones y tampoco referencias al fabricante, se lo pedimos al teniente Rosas. Pensamos, que bajo un punto de vista diferente al del laboratorio, podría darnos alguna información, para descubrir alguna pista que nos llevara al asesino.

—Y os llevasteis la gran sorpresa: el acero del puñal es el mismo que el de la escultura. Tenéis que ir a los Talleres Laciana y…

—Gutiérrez, Gwendoline ya ha ido.

—No nos ha dado tiempo de ponerle a usted al corriente de nuestras investigaciones. Estábamos a punto de llamarle cuando usted se adelantó. Capitán, fui ayer.

Al entrar al taller vi mucha actividad y oí mucho ruido producido por el corte de chapas de acero. En una zona había varios soldadores posicionando unas chapas para soldarlas, pregunté a un soldador por el dueño del taller.

   —El Sr. Laciana está en las oficinas.

  Me señaló las oficinas con el electrodo que llevaba en su mano izquierda.

  Me presenté al dueño del taller y lo noté muy asombrado.

   —Dígame Sr. Policía, me sorprende su visita, yo tengo todas las normas de seguridad al día y he pasado una revisión la semana pasada.

   —Tranquilo, mi visita no va por ahí. ¿Reconoce este puñal?, lo ha hecho usted?

   —No lo recuerdo, nosotros solo nos dedicamos a fabricar estructuras de acero para la construcción.

  —-Por si usted no lo sabe, un sin techo tenía clavado este puñal en el corazón.

   —Sí lo sé, lo leí en el periódico y también lo vi en Tele5, pero las informaciones no detallaban qué tipo de puñal era.

   —No me haga perder tiempo, vamos al grano y no me mienta, será peor para usted y su taller. Aquí se hicieron las chapas que después usted montaría en la Plaza Benavente, en el monumento a los indigentes. El acero de las chapas del monumento y el acero del puñal es el mismo, un acero no muy frecuente de color rojizo. ¿No?

  —-Sí, es el mismo.

   —¿Quién le pidió que le hiciera este puñal?

   Laciana se quedó mudo e inmóvil en el centro de las oficinas, empecé con mi táctica de dar vueltas alrededor de él y canturreando mi canción. Pronunció un nombre que yo no entendí.

   —No lo he oído, grite el nombre.

   —Pocos días después de la inauguración vino Nacho Alba, el escultor, a verme y me pidió que le hiciera un puñal con las chapas que habían sobrado. Me dijo.

  — Se lo quiero regalar a un amigo cazador, que tiene una colección de puñales y con este acero seguro que no lo tiene y le encantará. Me pidió que no le pusiera ninguna marca, que así quedaría más rústico. 

   —Y usted se lo hizo.

   —Sí, porque creí lo que me dijo.

   —Cuando se enteró del crimen, ¿no pensó que podía estar relacionado con su puñal? Debía habernos llamado.

   —Le repito que las informaciones no mencionaban las características del puñal.

   —Laciana, nos volveremos a ver.

   —Cuando usted quiera. Que tenga un buen día.

   —-Capitán Gutiérrez, eso es todo. ¿Qué conclusiones saca usted?

—Las mismas que tú, tenéis que detener al escultor. Pero no seáis inocentes, un juez no lo puede acusar de asesinato por el solo hecho de comprar un puñal.

—Capitán, pero da la casualidad que ese puñal está clavado en un corazón.

—Sí, pero qué pruebas tenéis de que él sea el asesino, Cualquiera ha podido robar el puñal al escultor o a su amigo coleccionista, y no sabemos su trayectoria hasta el corazón de El Legionario.

Isbert me mira con cierta sorna que me molesta, porque sé por dónde va.

—Gutiérrez, el asesino no está entre tus amigos indigentes como tu defendías.

Me molestan las palabras de  Isbert y contraataco.

—Isbert, hay que interrogar al escultor, siempre es bueno provocar un error en sus declaraciones. Supongo que ya habéis detenido al escultor.

—No, Gwendoline ha ido esta mañana a su casa y no estaba, ni tenían noticias de él,

—Vamos, que se os ha escapado, Gwendoline algo habrás sacado de las conversaciones con los vecinos.

—Capitán Gutiérrez, poca cosa, pero le contaré. Me dieron su dirección en la Concejalía de Cultura.

 Ya en el portal pude comprobar que el buzón no tenía cartas, lo que me hizo pensar que estaba en su casa. Cuando toqué el timbre de su puerta no obtuve repuesta, pero su vecina, una abuela muy habladora, me informó.

   —Señor, Nacho no está.

   —Soy policía ¿Volverá pronto?

   —Me asusta usted, ¿ha cometido algún delito? No me lo puedo creer, Nacho es muy buena persona, conmigo es muy amable, siempre muy dispuesto a ayudarme.

   Me mira de arriba abajo y se fija con gran detenimiento en mis piernas delgadas. Le llaman la atención.

   —No se quede ahí, pase a mi casa Señor Policía y podremos hablar mejor.

  No lo pude evitar, me cogió de la mano y tiró de mi hacia su casa. Me entristeció ver con que empuje quería romper su soledad,  era muy evidente.

   —Nacho está de viaje por Europa, me dijo que iba a recorrer ciudades y museos para estudiar las mejores esculturas europeas.

  —-¿La llama alguna vez?, ¿tiene usted su teléfono?

   —La última vez me llamó desde Roma. Yo no lo puedo llamar, no tengo su número de teléfono porque no tiene móvil, me dijo que él me llamaría.

   —¿La llamó a su móvil o a su fijo?

   —No tengo móvil; para qué lo quiero si no tengo a quién llamar, ni nadie me llama. Me llamó al fijo.

   —¿Tiene en el fijo reconocimiento de llamadas?

   —¿Y eso qué es?

   —Un sistema para saber quién la llama.

   —No lo tengo, para qué lo quiero si a mí no me llama nadie. He llamado a la Telefónica para darme de baja, pero aún no lo han hecho. Me interesa también para no pagar todos los meses, que tengo una pensión muy baja.

   —¿Nacho tiene familia?

   —Sí, pero él está solo en Madrid. Él es argentino y toda su familia vive en Argentina. Me pidió que cuidara de su casa y le recogiera la correspondencia, cosa que yo hago todos los días.

   —¿Recibe muchas visitas?

   —Con cierta frecuencia vienen a verle amigas.

  —-¡Ah! ¿Tiene muchas amigas?

   —Hijo, que inocente eres, son prostitutas. Una vez vino una japonesa muy simpática. Se equivocó de puerta y llamó aquí, estuvimos hablando un ratito y merendó café con mis magdalenas. Me prometió que si volvía vendría antes para charlar conmigo.

   —La tengo que dejar, me esperan en la Comisaría.

   —Pero antes te vas a beber un vaso de leche con las que hice ayer, siempre tengo alguna hecha por si viene una visita inesperada. Estás muy delgado y debes alimentarte mejor.

   No fui capaz de irme sin comer varias magdalenas y llevarme unas cuantas más.

—Capitán Gutiérrez…

—Gwuendoline, no te cansas de llamarme Capitán Gutiérrez, por favor, llámame Gutiérrez a secas. La conclusión que podemos sacar es que, todo parece indicar que el escultor es el asesino inductor. Se largó por Europa, después de la compra del puñal, y contrató a uno de sus compañeros, que formaría parte del coro, como sicario para matar a El Legionario. No creo que lo hiciera él mismo.

—Entonces Gutiérrez, suponemos que él tiene motivos, que desconocemos, para matarlo. ¿Es su proposición?

—Sí, amigos.

Isbert que se ha mantenido callado durante toda la conversación, siempre apoyando a su ayudante con gestos afirmativos. pregunta.

—Además, ¿Por qué lo querría matar? Bien, ya tenemos el puñal, pero no es suficiente; nos falta lo más importante el motivo. ¿De dónde surge el odio del escultor hacia El Legionario? Nacho Alba no tenía relaciones con los indigentes de tu grupo.

Todos están de acuerdo en que hay mucho trabajo que hacer, y antes de despedirse Gutiérrez se dirige a Gwendoline.

—Has hecho un buen trabajo.

 

 

 

—Capitán, buenos días.

—Diamantina, buenos días.

—Mala cara tiene, no ha dormido bien, ha estado toda la noche dando vueltas al crimen del indigente. Si se encargan de la investigación sus amigos policías, por qué se mete usted en dónde no lo llaman.

—Acércate a la pizarra y te contaré mis razonamientos.

—De eso nada, tengo que hacerle el desayuno. Después me cuenta sus investigaciones.

   —Deja abierta la puerta de la cocina y te lo voy contando.

—Bueno, lo escucho.

—Te sitúo: el escultor encargó que le hicieran un puñal, y ese puñal se clavó en el corazón de El Legionario.

—Entonces parece claro, demasiado claro. Es el asesino. ¿Se lo han preguntado?

—No hemos podido, está de viaje por Europa.

—¡Uy! Eso me da mala espina. Hable un poco más alto que no lo oigo.

—Puede haber otra posibilidad: que encargara a otra persona que lo matara, es decir que contratara un sicario.

—Si ha sido así, el sicario es uno de sus compañeros, porque hubo una pelea entre ellos. Usted conoce a todos, le será fácil descubrir al asesino.

Diamantina pone mi desayuno sobre la mesa. Se acerca a la pizarra.

—De los que tiene usted aquí apuntados, yo creo que el sicario es el exmilitar serbio.

—¿En qué te basas?

—No me gusta su cara, tiene un gesto que me da miedo.

—Lo tendré en cuenta, pero a un juez no le bastará tu opinión.

—Pero usted que es muy listo, encontrará una prueba que le guste al juez.

—Que el sicario sea de este grupo de indigentes no es seguro, hay que demostrarlo. Cuando mataron a El Legionario se formó un gran corro a su alrededor.  Me lo contó Rosales, el guardia civil que hacia la vigilancia en el edificio de la Dirección General del Tesoro, que vio venir a un grupo de mendigos por la Calle de la Bolsa.

—Entonces el sicario puede ser cualquiera, pero yo creo que es El Romay.

Diamantina retira los restos del desayuno y yo me voy al balcón.

—¿Capitán, le llevo el sillón?

—No es necesario, me apoyo en la barandilla.

La actividad de la Plaza es la habitual de cada día y cada uno está a su tarea: unos piden en las colas de los autobuses, otros lo hacen por las terrazas, y alguno está bebiendo a morro de una botella de mal vino, como veo que lo hace El Zapatos Limpios. Cuando retira la botella de sus labios pega un grito.

—PAÑUELOS, te va la botella.

El Pañuelos con unos buenos reflejos actúa rápido y coge la botella, pero algo me llama la atención, ha cogido la botella con la mano derecha siendo zurdo. Siempre ha sido zurdo, se cambia la botella rápidamente a la mano izquierda. El Pañuelos me mira y me hace un gesto como invitándome a beber. Ha cometido un fallo que ha intentado corregir con rapidez, para que yo no me diera cuenta. Puede ser el sicario, hablaré con Isbert.

—Hola Isbert, puedo tener noticias, pero no estoy seguro, necesitaría que le hicierais un duro interrogatorio a El Pañuelos.

-—¿Qué piensas?

—Nos veremos sobre las 7 de la tarde, en la terraza que está cerca de la escultura y comentaremos como interrogarlo.

 

 

 

Salgo de casa y La Lagartija viene a mi encuentro.

—Capitán, a dónde va si está empezando a llover. Algo se trae usted entre manos.

—Oye Lagartija, ¿cómo se formó el corro?

    La tarde transcurría como una tarde normal, pero me llamó la atención que El Romay cuchicheaba con todos, menos con El Gitanillo, y constantemente miraba hacia la escultura. Yo miré intrigada, y vi a El Legionario sentado en el bordillo que la protege, daba la sensación de deprimido o borracho.

   Empezaba a anochecer y las luces de las farolas se encendieron, todos caminaron hacia la estatua.      El Romay miró a El Gitanillo.

   —Tú te quedas aquí.

   —Yo voy.

   —Te he dicho que tú no vienes; Lagartija cuida de él y que no se mueva de aquí.

   Todos caminaban con pasos decididos, El Gitanillo los seguía a una prudente distancia. Salí detrás de él, lo alcancé cogiéndolo de un brazo. Su mirada era una súplica para que lo dejara ser hombre, ser uno más. Lo solté para complacer su deseo, que era más fuerte que mi cariño. Me volví hacia mi carro y unas lágrimas resbalaron por mi cara, algo muy triste iba a pasar. La última vez que miré al grupo, se había formado un corro rodeando a El Legionario. El corro daba vueltas alrededor de la estatua y de El Legionario, que asustado buscaba una salida. No volví a mirar más.

—Capitán, ya conoce como se formó el corro. Confío que le sirva para sus investigaciones.

—Gracias Lagartija, es un paso, pero aún queda mucho por conocer.

Veo a Isbert y a su inseparable compañero ya sentados en la terraza.

—Os he citado aquí porque El Pañuelos viene todas las tardes a escuchar a El Gitanillo, como con frecuencia hago yo también. Yo creo que él puede ser el sicario que mató a El Legionario. No tengo ninguna prueba, es intuición. Vosotros debéis conseguir la prueba.

—Pondremos cualquier motivo para llevarlo a la comisaría y mañana lo interrogaremos. Siempre ayuda que pase una noche en los calabozos.

—Isbert, si no os importa me gustaría estar presente.

—Gutiérrez, serás una ayuda importante.

La lluvia aumenta, ya no son gotas, es una caída continua de agua. Nosotros estamos protegidos por unas sombrillas grandes, que en este caso impiden que la lluvia nos moje. Veo que El Pañuelos se está mojando.

—Pañuelos, siéntate con nosotros.

—Gracias Capitán, de repente se ha puesto a llover con muchas ganas.

Miro a mis amigos policías, los dos interpretan mi mirada como una autorización para interrogar a El Pañuelos. Isbert, con mucho tacto, le pregunta.

—¿Estuviste en el corro cuando mataron a El Legionario?

—Si señor Isbert, perdón le he llamado por el apodo con que todos lo conocemos.

—No te preocupes, ya estoy acostumbrado. ¿Cómo ocurrió el trágico desenlace?

—Todo parecía una fiesta: cánticos, gritos, bailes alrededor de El Legionario y muchas risas. Poco más les puedo detallar, mi estado alcoholizado me impidió ver con claridad lo que ocurría.

Gwendoline se levanta, da vueltas alrededor de la mesa canturreando su canción, Observo que la canción le está poniendo nervioso y rehúye su mirada.

—Seguro que si puedes recordar que alguien del corro se fue hacia El Legionario, lo apuñaló en el corazón con un golpe certero. ¿Eso tampoco lo recuerdas? Sabemos que tú bebes, pero nunca te han visto borracho y de alcoholizado nada.

El Pañuelos se queda sorprendido, no esperaba que la policía descubriera esta estratagema.

Gwendoline  lo mira fijamente a los ojos y le  grita.

—NOS ESTÁS MINTIENDO. Tu estado alcoholizado es un truco para confundirnos, para no contarnos todo lo que sabes. ¿Por qué lo haces? ¿A quién intentas tapar?

Se hace un silencio  y el ruido de  la lluvia lo oímos más fuerte.

—Hay otra posibilidad, que el asesino seas tú.

—¿YO?

Me mira como pidiendo ayuda, pero mi silencio no le responde. Visiblemente nervioso se toma unos segundos para relajarse.

—He oído que lo mató un diestro y yo soy zurdo.

Este dato solo lo conocíamos nosotros y el teniente Rosas del Laboratorio Central. Ha cometido un gran fallo para defenderse. Debo aclarar si es zurdo definitivamente. Pongo encima de la mesa un papel en blanco y le doy un bolígrafo. Por mucho que se haya entrenado para el uso de la mano izquierda, escribir rápido con la mano no natural de uno, es muy difícil.

—Escribe lo que yo te dicte con la mano izquierda.

—No entiendo para qué.

— ¡Ah!, usted duda de que sea zurdo porque un día me vio coger una botella que me lanzaron con la mano derecha. Si usted recuerda estaba de espaldas a El Al Capone y me tiró la botella al hombro izquierdo, era imposible que la pudiera coger con la mano izquierda, me giré a la izquierda y la cogí con la mano derecha, no había otra posibilidad.

—Escribe.

Le empiezo a dictar un párrafo del periódico. Cuando ha escrito mal tres palabras tira el bolígrafo a un charco de agua. Gwendoline se acerca a su cara y lo mira fijamente, sin permitirle desviar la mirada.

—Eres un sicario. ¿Cuánto te han pagado por matar a El Legionario? ¿Quién ha sido?

-—No soy un sicario.

—Ya nos lo dirás en la Comisaría.

Veo a El Pañuelos desconcertado, sin poder de reacción. No se comporta como un delincuente habitual, le falta experiencia. Me tiene confundido.

El Pañuelos se levanta y se dirige hacia la escultura, la lluvia la está empapando, Gwendoline saca las esposas, pero yo se lo impido con un gesto de tranquilidad. Está paralizado, sin poder buscar salida a las acusaciones. Al llegar a la escultura la mira detenidamente, levanta sus brazos como queriendo abrazarla, como si se despidiera de ella. Se vuelve lentamente hacia nosotros y con mucha energía nos grita.

—SI, YO LO MATÉ.

—¿Quién te encargó que lo mataras?

Levanta sus manos y se agarra a una chapa.

—Nadie me ha pagado nada.

Gwendoline, no suelta la presa.

—¿QUIÉN? ¿CUÁNTO?

Se hace un silencio. Nos miramos los tres sorprendidos, murmuramos entre nosotros: las cuentas que tenía pendientes con El Legionario no nos parecen suficiente motivo para matarlo. ¿Cuál es el motivo, por qué lo ha matado? El tema económico no me convence. El Pañuelos rompe nuestros pensamientos.

—Si, lo maté y lo volvería a matar.

La lluvia ha hecho charcos y regueros en la Plaza. La gente corre a cobijarse  donde puede. La lluvia al caer sobre las chapas las hace sonar como una música amarga, como un canto de un coro lleno de tristeza.

Isbert ha llamado a la Comisaría para que un coche policial se lleve a El Pañuelos.

El indigente, subido a unas chapas de la escultura, se vuelve hacia nosotros y nos grita.

—SOY NACHO ALBA, sí, Nacho Alba el escultor de esta obra genial.

 

 

 

Prefiero que el propio El Pañuelos-Nacho Alba me cuente los motivos de su acción, antes de que mis amigos policías me cuenten su versión. Llamo a Isbert.

—Por nosotros no hay problema para que interrogues a El Pañuelos, siempre aportará algo que a nosotros no quiera decirnos. Tú relación con los indigentes facilitará vuestra conversación.

Acabo de desayunar y me voy a la Comisaría. Isbert me acompaña a una sala acondicionada para los interrogatorios. Hay una mesa y dos sillas, el consabido cristal con visión hacia el interior de la sala, y observo una cámara en un rincón.

Gwendoline trae a El Pañuelos y se va.

—¿Cómo estás Pañuelos?  ¿O te debo llamar Nacho? ¿Cómo prefieres?

Hace un pequeño silencio, no sabe cómo prefiere que le llame.

—Si se refiere a mi vida como mendigo llámeme El Pañuelos y como escultor Nacho.

—Te llamaré Pañuelos que es como te conocí y he compartido ratos de charla contigo. En una de ellas me engañaste: no eres gallego, ni tienes una madre viuda…¿Por qué me mentiste?

—Lo hice para que usted nunca pensara que yo podía ser el asesino, que era una persona débil incapaz de matar una mosca.

—También te comportabas como si fueras zurdo.

—Todo formaba parte del plan que me propuse para confundirle. Soy diestro, pero he estado practicando el uso de la mano izquierda durante mucho tiempo. Incluso antes de incorporarme al grupo de su casa, donde estaba El Legionario. Pensaba que era fundamental en mi plan, por dos razones: una, quería estar cerca de El Legionario y poder estudiar sus costumbres y dos, lo lógico era pensar que la muerte fuera achacada a una pelea entre sin techo. Con lo que el tema sería archivado rápidamente.

—He de reconocer que el plan estaba bien pensado. Ahora, cuéntame, para que yo te pueda ayudar. Cómo sucedió la muerte de El Legionario y si puedes desde el principio.

La Comunidad de Madrid me encargó el trabajo, querían dignificar a los indigentes y embellecer la Plaza. Trabajé con mucho entusiasmo y muy satisfecho por el resultado. Después del montaje, revistas como Logopres, Ars Magazine, Arte y Parte y DARDO Magazine, entre las españolas, han valorado muy positivamente mi trabajo. Críticos internacionales como Hal Foster, fundadora de la revista October, quizás la más prestigiosa del mundo del arte, Rosalind  E. Kraus profesora de Universidad de Columbia…también alabaron la obra. Mi ánimo estaba por las nubes, pero cuando en la inauguración vi a El Legionario vociferar contra la escultura, y liderar a los indigentes contra mi obra, y cuando al día siguiente me llamaron de la Comunidad de Madrid para decirme que la escultura estaba llena de pintura y algunas chapas dobladas, tomé una decisión: matar a El Legionario, no podía consentir que destruyera mi trabajo.

   Me preparé a conciencia como le he dicho.

—Repítelo y matiza más, a mi no me importa volverlo a oír.

—Practiqué para convertirme en zurdo, pero lo mataría con la mano derecha, siguiendo una trayectoria lógica. Lo mataría con un puñal del mismo acero que el de la escultura, así no tendrían usted y ni la policía posibilidades de seguir su rastro por las tiendas especializadas. Convertido en indigente viví una temporada con los indigentes de la Plaza Mayor, para adquirir sus costumbres, y luego aparecer por la Plaza Benavente, como otro más de los suyos y no como uno nuevo, para que no pudieran pensar que una vez muerto El Legionario, el asesino era el nuevo. Empecé a beber vino que antes no bebía, y así me fueron aceptando. Con frecuencia El Legionario me provocaba y yo aceptaba sus golpes, intentaba huir de él, quería demostrar que yo no era una persona agresiva y de mal carácter y sí un cobarde.

   Como todos lo queríamos matar, era cuestión de esperar el momento, alguien podría matarlo antes que yo. El Romay nos reunió a todos, menos a El Gitanillo, y nos dijo que El Legionario estaba bebiendo solo, sentado en el bordillo de la escultura. Todos pensamos que era el momento y nos fuimos a por él. Estaba anocheciendo, formamos un corro a su alrededor, se protegía dando vueltas alrededor de la estatua. Danzamos como si fuera un ritual indio, pero como se corrió la voz de que El Legionario estaba rodeado, vinieron otros indigentes de la plaza Benavente y de la Plaza Mayor, no se nos podía escapar y el corro se iba cerrando. Yo no sé de dónde salió El Gitanillo, se adelantó hacia él con una navaja automática. Me fui rápido a por él, lo cogí del brazo y le grité TÚ NO varias veces y lo empujé para atrás. Saqué el puñal que usted ya conoce y me puse enfrente de El Legionario y mirándolo a los ojos.

   —Te voy a matar con un puñal hecho con el mismo acero que tú has destruido en mi escultura, soy Nacho Alba el escultor.

  No le dejé decir ni una palabra, le clavé el puñal en el corazón, procurando que la trayectoria fuera la de un diestro.

—Capitán, así fue como sucedió y no hay más que contar.

—No, tengo una pregunta que hacerte. ¿Cómo se puede matar a una persona como venganza por la destrucción de una obra de arte, aunque sea muy buena, muy alabada por los más prestigiosos críticos?

—Usted no lo entiende.

—Lo que no entiendo es que para ti tenga más importancia una obra de arte que la vida de una persona.

Nacho se pone de pie, demuestra un estado de excitación elevado, como si mi pregunta fuera un puñal en su corazón. Apoya sus manos en la mesa y se inclina hacia mí. Grita.

—¿Qué es más importante para la humanidad, la vida de un indigente o las Meninas? Conteste. NO SEA CÍNICO. ¿Usted no mataría para salvar  las Meninas?

No me deja contestar.

—Las Meninas son eternas, muchas generaciones disfrutarán de esa obra artística irrepetible. ¿Qué aporta a la humanidad un mendigo que va a vivir pocos años y borracho?  Repito, sea sincero y CONTÉSTEME.

Se acerca al cristal mira intentando ver a los que están detrás.

—CONTESTÉN, CONTESTÉN.

Sus gritos hacen que Isbert y Gwendoline entren. Han oído la conversación y temen que me pase algo. Ahora  Nacho Alba se dirige a todos gritando.

—¿Qué aporta más a la humanidad mi obra genial o la vida de El Legionario?

Lo repite varias veces y cada vez más exaltado, señalándonos a todos con el índice de su mano derecha.

—Mi obra o El Legionario.

Mira a la cámara que está justo en frente de él, como si hablara en un mitin. Sus ojos lanzan dos rayos de fuego. Grita,

—¿USTEDES NO MATARÍAN PARA SALVAR LAS MENINAS?

 

                                         

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                         

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                      NOTAS                                      

         

                    

                                         

 

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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