¡¡¡NO!!!

        ELÍAS LLAMAZARES DE LA PUENTE   R10                                                     

 

                                                       ¡¡¡NO!!!

 

 Las luces de las farolas, con la fuerte lluvia que cae sobre Madrid, dan una imagen fotográfica de bonitos contrastes y reflejos. En un piso de la calle Lagasca, una mujer se levanta de la cama con mucho cuidado para no hacer ruido, su marido duerme profundamente a su lado. Va al baño, se cambia rápidamente de ropa, coge su bolso de mano y abre despacio la puerta del piso. No coge el ascensor, baja las escaleras sin cerrar la puerta. Ya en la calle, a pesar de la lluvia, solo piensa en girar a la derecha por la calle Ayala y llegar a la calle Serrano. Busca con nerviosismo un taxi. Lleva en su mano derecha las llaves de su piso, las mira y se queda paralizada por un momento, pero cerca ve una papelera y las tira con fuerza dentro. El ruido hace que los pocos viandantes miren asustados hacia la mujer.

No tarda en aparecer un taxi, para a su lado, sube y un pequeño ¡ay! sale de su boca.

—¿Dónde la llevo?

—A la Estación Sur de Autobuses.

El taxista, viejo y curtido por muchas horas al volante, mira por el espejo retrovisor a la mujer. Ve una tirita ensangrentada que tapa una herida en la frente, además de los labios hinchados con pequeños cortes.

—Pronto estaremos allí. Ya puede estar tranquila, en la estación hay un pequeño centro comercial donde podrá comprase ropa, que no será de su estilo, pero podrá ir seca. Va muy mojada, ¿no se ha dado cuenta?

—No, lleva usted razón.

El taxista para en la entrada de la Estación, en zona prohibida.

—¿Cuánto le debo?

—Vamos para dentro, ya me lo pagará, la acompaño hasta que se suba al autobús.

—No es necesario.

—-Sí hija, puede ser necesario.

Al llegar a la taquilla:

—¿Cuál es el primer autobús que sale?

—El primero es para Alicante dentro de veinte minutos.

—Bien, por favor un billete.

—¿Ida y vuelta?

Ante su silencio, la taquillera deja su actitud automática, levanta la mirada hacia la cara de la mujer y ve sus moratones.

—Solo ida, ¿Verdad cariño?

La mujer es incapaz de pronunciar palabra, mueve la cabeza afirmativamente. El taxista la coge del brazo.

—Rápido, vamos a por la ropa.

Ya desde el asiento del autobús la mujer despide al taxista y a la taquillera, que ha puesto un cartel en la ventana de su taquilla: VUELVO PRONTO.

El autobús sale de la Estación, coge la autovía de circunvalación M-30 y pronto toma la indicación A-3, autovía que va hacia el este de la península. Saliendo de Madrid los rayos de sol empiezan a molestar al conductor. La mujer ha preferido uno de los últimos asientos. Después de varios kilómetros ve como una señora mayor, delgada, bajita y vestida elegantemente se acerca.

—¿Me permites que me siente a tu lado?, el viaje es largo y será menos aburrido si hablamos un poquito. ¿Cómo te llamas? Perdón, empezaré presentándome: me llamo Paula, como puedes comprobar ya soy muy mayor, tengo un hijo y una hija y voy a un pueblo de Alicante que se llama El Campello, que tiene un paseo marítimo precioso. Si no te apetece mi compañía me voy sin molestarme.

—Perdóneme, no tengo ganas de hablar, no seré una buena compañera de viaje. Discúlpeme, mi estado de ánimo no es el más adecuado para mantener…

—Bien, respeto tu decisión, pero por lo menos dime cómo te llamas.

—Cristina.

Se hace un silencio largo, solo se oye el ruido monótono del autobús, la mayoría de los pasajeros dormitan. Paula muy bajito le comenta a Cristina.

—Nada más verte pensé que serías una buena compañera de viaje. No me tomes por una cotilla. No me sentiría bien si no te ofreciera mi compañía. Me siento obligada porque en un momento muy amargo de mi vida me ayudaron, no había mucha diferencia con este momento tuyo.

Cristina cambia de actitud, entiende la buena voluntad de esta compañera de asiento. Aprecia en ella un cierto atractivo y bondad personal, que la anima a confiar.

—Me he escapado de mi casa, mejor dicho, de mi marido. Nos conocemos desde los estudios de medicina, ahora se ha vuelto violento. En el noviazgo todo fue bien, los dos hicimos el MIR juntos, pero ahí ya empecé a notar cambios de actitud, mis evaluaciones eran mejores que las suyas y empezó con una violencia psicológica, que yo consideré pasajera. Cuando nos casamos esa violencia se hizo más habitual, le ocultaba mis éxitos profesionales, pero él los conocía. La violencia se fue trasformando en agresiones físicas por cualquier motivo tonto. Realmente no te das cuenta de su alcance cuando empiezan. Tú estás viviendo el día a día. Cuando eres consciente ya es demasiado tarde.

—Claro, la violencia psicológica siempre va a más: desprecios, meterse en todas las relaciones familiares y de amigos y, sobre todo en tu caso, en tu vida profesional, de la que tiene muchos celos por tener tú éxitos profesionales y él no. De ahí se pasa poco a poco a la violencia física.

—Durante diez años nadie supo nada, ni mis padres ni nadie sabía nada de lo me estaba pasando.

—Cristina, y de pronto notas que ya no eres la misma que eras antes, pero algunas veces llega alguien que te hace ver que tu imagen actual no corresponde a la persona que habías sido en el pasado. Te das cuenta de que estás muerta en vida.

—Paula, ayer llegó al limite de violencia física y vi peligrar mi propia vida. Tomé la decisión de que no podía seguir así, me tenía que ir sin importarme lo que dejara atrás. Tengo miedo a las represalias que pueda tomar si me encuentra, pues sé que me buscará. Un día me gritó.

— No permitiré que te alejes de mí. Si un día te vas, te buscaré. Atente a las consecuencias.

El autobús continúa su trayectoria sin problemas y los pasajeros empiezan a despertarse. El conductor pone una película en los minitelevisores, pero no tiene mucho éxito. La mayoría coge sus teléfonos y tabletas. Acaban de pasar Tarancón.

—Paula, ¿Usted vive con sus hijos? He supuesto que es viuda.

—Sí, soy viuda, que Dios le perdone porque yo no puedo. Paso temporadas en Madrid cerca de mi hijo y otras en Campello cerca de mi hija, así disfruto de mis dos hijos y nietas. Mi condición económica me permite tener sendas casas en los dos sitios, aunque muy pequeñas, claro. Prefiero hacerlo así y no vivir con ellos, para no alterar sus vidas demasiado.

—Que envidia me das, yo no tengo hijos y dudo que los vaya a tener. Me siento muy sola y sin ganas de compartir mi vida. Mi futuro es una hoja en blanco.

—No te adelantes a los acontecimientos. El tiempo dirá.

Durante mucho rato las dos mujeres permanecen en silencio. Cristina mira por la ventana, pero da la impresión de no ver nada. Paula está muy pensativa, da la sensación de que está hablando consigo misma. El autobús para en La Roda, mitad del camino, en una zona amplia con restaurantes y tiendas. Los pasajeros se bajan. Paula, ya desde el suelo, le pide a Cristina con gestos que baje, pero no parece muy dispuesta a bajar.

—Cristina ven, no tengas miedo.

Al final Cristina baja y da una mirada panorámica a la zona y a las personas. Van juntas al restaurante.

Después de la media hora habitual de parada, el autobús reinicia su marcha.

—Cristina, ¿A qué sitio vas de Alicante?

—No voy a un sitio en concreto, huyo de Madrid. No conozco la ciudad, cuando esté en Alicante decidiré.

—Vamos a ver qué te parece mi plan: te vienes conmigo a mi casa de Campello y durante unos días piensas en tu futuro.

—No puedo aceptarlo, no quiero crearte problemas ni tampoco trasmitirte mi tristeza. No debo quitarte tiempo de estar con tu hija y tus nietas.

—Lo entiendo, pero te pido que aceptes unos días, lo necesitas.

—¿Cómo es posible que no exista Dios sí hay ángeles como tú? Solo unos pocos días y me busco un apartamento.

Las dos mujeres viven en una perfecta armonía durante más tiempo de lo acordado, Paula la ha presentado a su hija Lola, a su marido y a sus nietas. La casa está en la calle Sant Pere, muy cerca de la playa y con frecuencia van las dos con las nietas de Paula. Un día, en la playa, Cristina llora.

—No puedo seguir así, tengo que afrontar la vida sola, buscar un trabajo y ser capaz de solucionar los problemas de la vida. Estoy tan bien con vosotras que me cuesta mucho irme, pero debo hacerlo. Entiéndelo.

—¡Claro que lo entiendo!, pero no tienes que irte a otro lugar. Aquí puedes rehacer tu vida. Como eres médico he hablado con un amigo de Lola, que dirige una clínica y quiere conocerte.

Cristina la interrumpe rápidamente.

—Si trabajo en el sector de la medicina me encontrará sin dificultad, prefiero trabajar lejos de mi profesión.

—¿Vas a abandonar todos tus estudios, tus conocimientos y el gran futuro profesional que tienes por delante en la medicina?

—Sí, quiero vivir sin miedo.

Cristina se seca las lágrimas y, después de un momento de silencio, mira a Paula. Parece que aceptar los planteamientos de su amiga, no le ha costado mucho.

—Ayer pasé por delante de la peluquería de tu hija y vi un cartel pidiendo una profesional. ¿Qué te parece si hago un taller de peluquería y me contrata tu hija? En este sector no me encontrará.

—No sé que decirte, me has dejado de piedra. Abandonar tu profesión que tanto te ha costado me duele mucho. Hablaremos con mi hija. Las dos congeniáis muy bien.

Cristina ha hecho el taller y ha empezado a trabajar en la peluquería unisex de Lola. Ha buscado un apartamento cerca de la casa de Paula y, aunque le ha resultado duro, ha empezado a moverse sola, pero no sale de su pequeño barrio que está delimitado por su apartamento, la casa de Paula y la peluquería de Lola. Siempre miedosa, mirando a uno y otro lado.

Un domingo, que no abría la peluquería, Paula y Cristina se sientan en una terraza del paseo marítimo.  Hace un sol muy agradable y las dos mujeres disfrutan de su aperitivo.

—Cristina, llevas ocho años aquí, sales con mi hija de compras, algunas veces al cine, nunca sales de Campello y sus alrededores. Cuando Lola y su marido organizan una comida con su pandilla de amigos vas encantada. En ese grupo hay un chico, más bien un hombre, al que le interesaría empezar una amistad contigo, me lo ha dicho mi hija, pero también me ha dicho que no te muestras muy amable con el género masculino.

—Sí Paula, es así.

—Tienes que rehacer totalmente tu vida, no todos los hombres son como tu marido. Debes hacer un esfuerzo.

—Lo intentaré. Me es muy difícil pensar en volver a compartir la cocina y el dormitorio con un hombre. Cuando esta idea me viene a la cabeza, rápidamente la rechazo. Vivo mejor con mi soledad. Gracias Paula.

Cristina se ha adaptado a su nueva vida y parece conforme con ella. Abre la peluquería porque Lola lleva a las niñas al colegio. Suele ayudar en todo lo que necesita su nueva familia, especialmente a Paula, a la que acompaña con frecuencia al médico.

Cristina abre la peluquería y mientras llegan sus compañeras y alguna clienta, limpia y pasa el aspirador por el suelo. Suena el timbre de la puerta, ve a través de los cristales que no es una clienta sino un cliente, que lleva melena, barba y unas gafas de sol.

—¿Está abierto?

—Si, se me olvidó cambiar el cartel.

—¿Me puede arreglar un poco mi imagen?

-—Bueno, no lo sé, ¿Qué es lo qué quiere?

—Quitarme la melena y afeitarme la barba. He venido pronto porque le llevará mucho tiempo.

—Siéntese aquí y empecemos.

Cuando llegan sus compañeras y ven a tan extraño cliente, sus gestos reflejan su sorpresa.

—Cristina, si necesitas ayuda pídela.

—No, por ahora no.

Cristina ha empezado por cortarle la melena, una compañera con el cepillo va quitando los pelos del suelo.

—Para que no te resbales.

Llegan nuevas clientas y el local se llena. Cristina ha acabado con la melena. Con un espejo le enseña el corte por detrás.

—¿Le parece bien así?

—Si, muy bien, debe llevar muchos años de profesión.

—Bueno, depende de cómo se mire. Empecemos con la barba, ¿Afeitado total?

—Sí, por favor.

—¿Podría quitarse las gafas?

—Lo siento, pero no es posible, tengo problemas en los ojos. Tendrá que tener más cuidado.

Le quita la mayor parte de la barba con una maquinilla y después le enjabona la cara. Afila la navaja de barbero.

—¿Cuántas veces ha afeitado a un hombre?

—Podría mentirle, pero es la primera vez, no es frecuente.

Todas las personas que hay en la peluquería están atentas al afeitado.

—Seguro que lo hará bien, tengo confianza en usted.

Cristina pasa la navaja con mucho cuidado por la cara. Cuando está terminando, el hombre se pone de pie y se quita las gafas. Cristina se queda paralizada, se le cae la navaja al suelo.

—Grita ¡¡¡NO!!!

El hombre coge la navaja.

—Te creías que te podías alejar de mí, te advertí que te encontraría.

Todos se quedan como estatuas.

El hombre le hace una profunda incisión en el cuello. Cristina cae muerta.

Al salir de la peluquería grita a todas las personas: “ES MI MUJER” y tira la navaja sobre el cuerpo de Cristina.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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